Patricia Bullrich no escatimaba elogios hacia su nuevo protocolo sobre el uso policial de artillería pesada ante cualquier “peligro inminente”, incluso por la espalda: “Muchas veces, para defender la vida de un ciudadano es necesario el uso de armas de fuego”. Dicha frase fue pronunciada en una entrevista para radio La Red durante la tarde del último jueves del año.
En ese momento, precisamente, una ciudadana moría a raíz de tal “estilo de trabajo”. Fue cuando dos policías de franco desenfundaron sus pistolas para neutralizar el atraco al interno 83 de la línea 338 que circulaba por el barrio Transradio, de Esteban Echeverría. Aquello bastó para que un ladrón le volara la cabeza a la pasajera Sandra Rivas, de 43 años, iniciándose así un trepidante tiroteo en la cabina del vehículo; el saldo: otro pasajero (Edgardo Valencia, de 61 años) herido de bala en un brazo mientras que los malhechores (Gabriel Ledesma, de 21 años, y Mauricio Parodi, de 20) obtenían sus respectivos tiros en un hombro y en el tórax. “¡Matalos! ¡Matalos!”, pedía la concurrencia, ya enardecida, a los agentes del orden, no sin alternar tal pedido con una lluvia de golpes y patadas. Ese colectivo trasmutó así en un símbolo social del presente.
El azar quiso que también en aquel momento la Justicia de Tucumán le dictara la prisión preventiva al efectivo de la Policía Federal, Víctor Cuozzo, por fusilar el 2 de noviembre a Claudio Sánchez, de 28 años, al que confundió con un ladrón cuando desactivaba la alarma de su moto.
No obstante, ajena a tales “daños colaterales”, la ministra insistía: “Este protocolo defiende la vida de las personas y de los policías”.
Tal fase de su política de seguridad se cristalizó en enero de 2018 por un hecho fortuito: la brutal espontaneidad del suboficial Luis Chocobar.
La gran empatía de Mauricio Macri hacia aquel individuo conmovió a la parte sana de la población. Era la primera vez en la historia que un presidente constitucional recibía a un policía acusado de matar por la espalda. Bullrich observaba la escena con expresión entre cariñosa y comprensiva. Tal vez en el futuro sean evocadas sus declaraciones de entonces: “Estamos cambiando la doctrina”. Agregó que el nuevo protocolo del accionar policial “le otorgará al efectivo el beneficio de la duda”. Y dijo: “¿Si no cómo cuidamos a la gente?”
De modo que Chocobar pasó a ser el “influencer” del año. De hecho, su acto potenció muchos otros similares.
Una biblia al respecto fue el caso de Facundo Ferreira, de solo 12 años, asesinado en marzo con un tiro en la nuca por la Policía de Tucumán. Es una paradoja que su matador, el suboficial Nicolás Montes de Oca, fuera detenido recién a fines de septiembre, pero por el arrebato de una cartera.
En lo estadístico, los casos de “gatillo fácil” se dispararon (nunca mejor utilizado este vocablo) tras la visita de Chocobar a la Casa Rosada. Unos 300 asesinatos, según la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), con la aclaración de que aún no han sido cargadas las cifras de seis provincias. Y con otro dato: tal política también causó un notable incremento de causas archivadas o simplemente caratuladas como “legítima defensa”.
Garantismo de ultraderecha a la orden del día, tal como corresponde a una sociedad que no atraviesa su mejor momento.
Claro que no es la primera vez desde el final de la última dictadura que se aplica una política de tal cariz. En este punto habría que preguntarse en qué se diferencia la estrategia de “meter bala a los delincuentes”, preconizada por el ya olvidado Carlos Ruckauf durante su campaña de 1999 a gobernador, y la actual en manos de Bullrich. Lo cierto es que ambos acariciaron una misma corazonada: la demagogia punitiva como negocio electoral. Pero hay modelos y modelos.
El sucesor de Eduardo Duhalde tuvo el tino de poner aquella política en manos de alguien que ya era símbolo de la “mano dura”: el comisario retirado Ramón Oreste Verón. “Es un pesado de verdad, y los comisarios lo consideran un señor”, dijo entonces. Entre sus atributos había uno que helaba la sangre: su legajo daba fe de que era el policía con la mayor cantidad de abatidos en toda la historia de La Bonaerense; en la culata de su pistola había 45 muescas. En consecuencia, lo recuperó de la actividad privada para convertirlo primero en el jefe policial de Aldo Rico y luego, en ministro de Seguridad. Hasta que, en octubre de 2001, fue eyectado del cargo por un informe de la Procuración sobre 60 chicos de entre 13 y 18 años ejecutados por la metralla policial.
Al respecto, el Gobernador solía proclamar: “Cuando un ciudadano está amenazado de vida por un delincuente, el policía tiene que dispararle para que no mate al ciudadano”.
¿Acaso tal argumentación no suena muy actual? ¿Acaso las palabras de la señora Bullrich poseen entonces algún atisbo de originalidad?
Sin embargo tamaña similitud no allana las divergencias metodológicas. Verón era una suerte de cirujano de la limpieza social abocado al exterminio de elementos precarizados en conflicto con la ley. La funcionaria predilecta de Macri, en cambio, no es más que una voluntariosa improvisada en la materia, asistida por una banda de lúmpenes; a saber: Pablo Noceti (un adorador de la última dictadura), Carlos Manfroni (un cavernícola del pensamiento), Daniel Barberis (un antiguo secuestrador extorsivo que se hizo amigo de la “gorra”) y Gerardo Milman (apenas, un oportunista). Los resultados están a la vista: su gestión no es más que una mixtura de pulsiones represivas con una macabra racha de papelones teñidos en sangre. Y todo indica que tal política signará la actualidad del año venidero. «