Tres cuestiones a considerar. La primera es que la tentativa de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner exacerbó el debate sobre el contenido violento de los enfrentamientos políticos que nos atraviesan, algo que está lejos de ser privativo de la Argentina y de esta época. Lo que llevó a la indagación sobre las subjetividades crecidas con la crueldad social y el individualismo extremo que promueve el neoliberalismo.

La segunda es que al atroz acontecimiento se lo ha definido como un atentado a la República, un ataque a la democracia y un crimen de odio, cuya víctima es el peronismo en la figura de su más importante dirigente, la única con semejante carisma e influencia.

La tercera es el reclamo y la esperanza de que el frustrado magnicidio sirva para atemperar el odio y la violencia, simbólica y material, que fluye incesante desde la coalición de poder formada por los partidos de derecha, los conglomerados de comunicación de masas y los grandes grupos económico-financieros. Una violencia que comienza en la palabra y culmina, de un modo u otro, en el cuerpo de sus víctimas. Que late en todas las propuestas y demandas cuya ejecución requiere de la amputación de derechos laborales y sociales y la abolición de las conquistas vitales que se lograron hasta 2015. Un programa que solo es viable mediante la violencia represiva, la persecución y caza selectiva de los dirigentes populares y la criminalización de las organizaciones sindicales y sociales. Ya lo han ensayado y lo siguen haciendo en la CABA, en Jujuy, en Mendoza y otras provincias y ciudades, donde los poderes político, económico y judicial son cómplices en la represión y el despojo a trabajadores y campesinos, al igual que en la tolerancia e impunidad de los delitos de odio, de clase, de género y de raza, Una realidad aciaga que hace de la democracia una promesa negada e incumplida.

El ataque a CFK fue un crimen de odio a la democracia, entendida no como mero rito institucional sino como acción, como movimiento y lucha por la ampliación de derechos, como un proceso incesante de construcción de igualdad, siempre amenazado por los poderes del capital.

A diferencia de Chile o Uruguay, para citar vecinos cercanos, en la Argentina no hubo partidos obreros de masas que respondan a las izquierdas clásicas del socialismo y el comunismo, aunque sí hubo corrientes de ese signo, además de las anarquistas, que crearon las primeras organizaciones obreras y protagonizaron heroicas luchas anticapitalistas desde fines del siglo XIX hasta la Década Infame. 

Fue el peronismo, en cambio, la identidad política con que nació “el movimiento obrero organizado” en un periodo de conquistas laborales y sociales fundamentales. Como aquí se trata de CFK, líder de un movimiento policlasista que dio lugar a una versión periférica del Estado de Bienestar, el odio al peronismo oculta o desplaza la cuestión de clase, que es el núcleo central del antagonismo nacido de la apropiación privada del trabajo y la riqueza. 

Pero no es posible perder de vista ni por un instante que, más allá de los diversos contextos, desde la Conquista del Desierto, los progroms de obreros extranjeros y los crímenes de la Liga Patriótica a principios del siglo XX; la Patagonia Trágica, las bombas sobre Plaza de Mayo, los 35 muertos con que se despidió Fernando de la Rúa, los asesinatos de Kosteki y Santillán en tiempos de Duhalde y una lista innumerable, en el fondo de los crímenes de odio yace la propiedad, la maldita propiedad de los medios de producción, incluso de los cuerpos y las vidas, como derecho absoluto, sobre la cual se fundan las «pasiones tristes» del capitalismo genocida. 

Surge entonces la acuciante pregunta de si el capitalismo neoliberal es compatible con la democracia, que según el filósofo argelino-francés Jacques Rancière “no es ni esa forma de gobierno que permite a la oligarquía reinar en nombre del pueblo, ni esa forma de sociedad regida por poder de la mercancía. Es la acción que sin cesar arranca a los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública, y a la riqueza, la omnipotencia sobre las vidas. Es la potencia que debe batirse, hoy más que nunca, contra la confusión de estos poderes en una sola y misma ley de dominación.”

La cuestión democrática es inseparable de la emancipación de la pobreza y las enormes desigualdades que condenan a nuestros pueblos, de la causa de los derechos humanos, de los movimientos de género, de las minorías oprimidas y de los marginados, de la defensa de la tierra y de los recursos naturales. 

Por último, son loables los esfuerzos y llamamientos de organizaciones políticas y de la sociedad civil para gestar una zona de paz, donde todos condenen la violencia y proclamen la defensa de la democracia y las instituciones republicanas. Pero la erradicación de la violencia y de las invocaciones a la muerte no cesará sin la derrota política, social y cultural de quienes la proclaman o la susurran como recurso para blindar a sangre y fuego sus privilegios de clase.