Los 100 años de la Revolución Rusa que se cumplieron hace poco me hicieron pensar en los comunistas argentinos que conocí y de qué maneras soportaron, aceptaron, admitieron que la elección ideológica que habían tomado de por vida se les había venido abajo igual que el muro que durante décadas dividió a las dos Alemanias. Parece alegórico de los tiempos que corren, que una vez caídos sus pedazos se hayan distribuido entre buscadores de souvenirs.
Al comunista que nunca he sido y al «zurdito-peroncho» vocacional que sigo siendo, esta cuestión siempre me apasionó y me llenó de preguntas: ¿cómo hicieron?, ¿cómo disimularon tamaña frustración?, ¿se arrepintieron?, ¿en qué lugar se pusieron?, ¿con qué recursos se repusieron de la descomposición de ese mundo promisorio? A la búsqueda de respuestas leí muchos libros (de autores como Isidoro Gilbert, Luis Sepúlveda, Daniel Kersfeld, Alberto Kohen, Daniel Kohen, AliciaDujovne Ortiz, Esteban Valenti, Jorge Sigal, Marcos Gorbán, Hinde Pomeraniec, uno muy reciente de Martín Sivak), vi películas (de ficción como Rojos, Good Bye Lenin, La culpa es de Fidel, o documentales como el argentino Plusvalía o uno inglés sobre John Reed, el primer gran cronista de la Revolución), obras de teatro (Angelito, un cabaret socialista, Cielo rojo), escuché recitales y discos (Gipsy Bonafina, El violinista del amor y los pibes que miraban y Club Atlético Libertad), dos grupos que recrean canciones de revoluciones que, como dicen ellos, nunca se concretaron, tal vez porque como tituló Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno.
Y tanto como lo que encontré en esos documentos me sirve pensar ahora en mi amigo de Floresta que en plena adolescencia me encargó que vendiera en mi familia bonos del «Partido». Eran los finales de la década del ’50 y recuerdo con qué clase de horror recibieron mis viejos la propuesta. «¿Quién te dio eso…? Lo devolvés ahora mismo». Enfrente de casa atendía V., el sastre del barrio, que con sutilezas trató primero de hacerle la cabeza a mi hermano, mayor que yo. En ese negocio leí por primera vez, y secretamente, la revista Novedades de la Unión Soviética, cuando todavía no era capaz de distinguir entre periodismo y propaganda. Allí debo haber descubierto expresiones como «Cortina de Hierro» o «Países del Este». También pienso en W., el papá de M. y de A., que en medio de asados pantagruélicos reivindicaba a los pobres del mundo y condenaba al execrable «Sálvese quien pueda», que ya se manifestaba como el nuevo mal del siglo XX e incluso se insinuaba para el siguiente. En muchas familias, y también en las de origen judío, como la mía, siempre había un comunista: un tío, un abuelo que había llegado de Europa con una mano atrás y en la otra trayendo un samovar, un pariente lejano, un amigo. En general, se lo consideraba una especie de mancha familiar y se lo ocultaba, porque en demasiados momentos ser comunista o estar cerca de alguno que lo fuera implicaba grandes riesgos y posibles persecusiones. Los «rusos» de la Federación de Entidades Culturales Judías (el ICUF) o del Idische Folk Theatre (el entrañable IFT), de la agencia que traía ballets y al Circo de Moscú o del cine Cataluña protagonizaron acontecimientos artísticos importantes en tiempos difíciles. Eran sólo eso: camaradas, bolches, anti-imperialistas, comunistas convencidos en los tiempos en que casi nadie hablaba de utopía, que ni siquiera estaba de moda el término militante y que la expresión stalinismo no había alcanzado, como ocurrió en los últimos años, categoría de descalificación.
Fundamentalmente, creían en el cambio, soñaban con que un mundo mejor era posible, pensaban que una sociedad sin clases resolvería cualquier clase de conflicto y desde 1917 se anotaron en todas, casi todas elogiables. Del socialismo soviético a la resistencia antifranquista y antinazi, estuvieron al lado del socialismo cubano y de la revolución nicaragüense, respaldaron a Salvador Allende en Chile o al Frente Amplio en Uruguay. Aquí, durante la dictadura, muchos desaparecidos y violentados pertenecían al PC.
A lo mejor, ninguno de ellos había leído una sola línea de Marx ni de ningún otro teórico, pero fueron gente de ideales, en un siglo, como el anterior en que todavía esa palabra enmarcaba valores esenciales. Hoy, la palabra idealismo miren qué caradurismo fue reemplazada por emprendedurismo. Fueron dogmáticos pero eran hombres y mujeres llenos de ilusiones solidarias. Procedieron en línea con la burocracia de los comités centrales pero también fueron vanguardia en la búsqueda y generación del Hombre Nuevo, ese que nunca terminó de aparecer. Opusieron el espíritu de grupo a la salida individual, salvaguardaron a los proletarios aunque fueran propietarios. Yo, que soy marxista, pero más de Groucho que de Karl, los acompañé muchas veces cantando «El pueblo unido jamás será vencido» o entendiendo que el rojo era el color que más les sentaba a las banderas de cualquier revolución o coincidiendo en la polémica idea de que los muñecos surgidos de la factoría Disney eran todos fascistas.
En 1988 ligué un viaje de trabajo a la todavía Unión Soviética con un equipo integrado por Roberto Cenderelli y Graciela Adán. Eran tiempos de glasnost y perestroika y ya se advertía claramente el malestar que estallaría un año después. No había que ser un avezado analista de política internacional para registrar, no sin dolor o asombro, que ese sistema que había sido concebido para eliminar los privilegios estaba haciendo agua porque estaba lleno de prebendas, de ventajitas y de concesiones preferenciales a dirigentes y acomodados que irritaban a los de abajo. Hoy, que la ex URSS se ha fragmentado en múltiples repúblicas y se ha expresado en feroces guerras internas y en mafias temibles, hoy que en Rusia se habla más del mundial de fútbol del año próximo que del centenario de la Revolución que marcó el fin del zarismo y el inicio de tantas cosas, parece ser un buen momento para recordar a cierta clase de comunistas, los que aún lo son, los que lo fueron antes, esos que hasta aquí llegaron aun en medio de contradicciones y desengaños, y que todavía creen en la inigualable gimnasia del puño izquierdo cerrado con fuerza y bien en alto. <