Las defensas de los acusados de haber intentado asesinar a Cristina Fernández de Kirchner el 1 de setiembre de 2022 consiguieron imponer agenda propia en el juicio oral: sembraron dudas sobre el accionar de los custodios, sobre la aptitud del arma que empuñó Fernando Sabag Montiel cuando disparó y la bala no salió, exhibieron un lumpenaje por momentos patético en torno a los acusados y dejaron virtualmente al margen de cualquier sospecha seria al jefe de los vendedores de algodón de azúcar conocidos como “los copitos”.
Así, lo evidente, lo irrefutable, ingresó en un cono de sombras. Las imágenes que muestran a un hombre gatillando a diez centímetros de la cabeza de la expresidenta podrían no ser suficientes para una condena. Por lo menos no para un delito de la gravedad que implica haber estado a décimas de segundos de terminar con la vida de una de las figuras políticas más importantes de este siglo.
El Tribunal Oral Federal número seis está integrado por tres buenos jueces. Serios, sapientes, comprometidos con los valores democráticos y, sobre todo, ecuánimes. Esas características no deberían ser virtudes especialmente destacables sino parte de una normalidad transversal para todos los magistrados. No ocurre, y por eso es necesario resaltarlo, casi como un lucero en una noche cerrada.
En un juicio oral, los jueces deciden sobre la base de las pruebas de que disponen. En lo que se lleva corrido del juicio quedó claro que algo falló en la custodia de la expresidenta, porque de no haber sido así su vida no habría corrido peligro. Cierto es que una figura de tanta cercanía con sus seguidores como lo es Cristina Kirchner se convierte en un objetivo difícil de proteger.
Pero los magnicidios en el mundo no son moneda corriente y, de hecho, siempre que ocurren se enmarcan en circunstancias excepcionales. ¿Aquí no las hubo? Imposible saberlo; la etapa de instrucción dejó tantos agujeros de investigación que sólo llegaron al debate oral tres acusados, con posibilidades de salir indemnes de debate.
María Fernanda López Puleio, la defensora oficial de Sabag Montiel, causó un tembladeral cuando exhibió imágenes oficiales y aceptadas por todas las partes como prueba en las que se ve que el cargador del arma que empuñó su defendido estaba salido del receptáculo en el que debe ser encastrado para disparar. Un arma sin bala en la recámara y con el cargador salido de su correcta posición no puede disparar. Parece haberse instalado una duda y la duda –se sabe– juega a favor del acusado.
Aun cuando en una prueba de laboratorio el arma fuera considerada apta para el disparo, si cuando ocurrió el hecho reputado como delito la bala no podía salir, entonces la tentativa de homicidio es “inidónea”: por más que haya existido intención de matar, la acción para hacerlo y el desconocimiento de que tal conducta no podía tener éxito, cualquier buen defensor (López Puleio ya demostró de sobra que lo es) puede argumentar que se trató de un delito imposible.
En la última audiencia, el miércoles pasado, dos ex “novios” de la imputada Brenda Uliarte y un consumidor de los contenidos eróticos que ella vendía en las redes sociales reflejaron con inusual crudeza la precariedad intelectual del grupo acusado del peor atentado político desde el regreso de la democracia.
La fiscal Gabriela Baigún (con su estilo ramplón, de a ratos obvio, por otros casi beligerante con los testigos y con la presidenta del tribunal, Sabrina Namer) expone como una caricatura esa pregunta que flota en el aire: ¿cómo es posible que estos imputados hubieran estado a nada de cambiar la historia contemporánea de la Argentina?
Uno de los tres imputados, el “copito” Gabriel Carrizo, aparece como un espectador privilegiado del juicio. Hasta ahora nadie lo ha puesto ni siquiera cerca de la escena del ataque, ni de su preparación. Nadie lo conoce, todas las pruebas por las que está detenido desde hace más de dos años son posteriores al momento del ataque y su abogado, Gastón Marano, pregunta con la precisión de un bisturí para arrimar tras cada audiencia un poco más de agua para su molino.
La acusación contra Brenda Uliarte también parece transitar por terrenos cenagosos. Los testigos coinciden en que tuvo en los meses previos al atentado un repentino ataque de antikirchnerismo y lo atribuyen a sus fluctuantes y renovadas compañías. Es un personaje oscuro, como los que hay por doquier, pero ¿le da para ser la principal cómplice del hombre que quiso matar a Cristina Kirchner?
Uno de los testigos de la última audiencia contó que conocía a Uliarte porque le compraba fotos y videos eróticos e incluso mantenía conversaciones privadas cuyo contenido y temperatura no es difícil de imaginar. Todo era, de por sí, bizarro cuando apareció la pregunta: “¿Usted qué hacía con esas fotos?”
A ese mismo testigo le exhibieron un audio por WhatsApp que le había enviado a una amiga al día siguiente del atentado, supuestamente después de una conversación confidente con Uliarte, a quien minutos después del fallido magnicidio la había contactado.
“Los que lo mandaron a que le pegue un tiro es la misma gente de (Alberto) Fernández. (…) La custodia, un desastre. (…) Al chabón lo mandó la gente del gobierno mismo, mandó a que la maten a la ‘dueña’. Le dijeron si llegás a fallar o a decir que Fernández o la gente de él te mandó, adentro de la cárcel te van a matar. El boludo falló y ahora está a la deriva”. Impávido, el testigo se desdijo: “Fue todo un invento”.
Los otros dos confesaron haber tenido distintos grados de relación con Uliarte. Parejas o amistades con derechos, según el caso, ambos se enredaron todo el tiempo en sus expresiones. Uno de ellos reconoció que la acusada buscaba darle celos hablándole del “tamaño del miembro” de Miguel Eduardo Prestofelippo, el youtuber conocido como “El Presto”.
En ese nivel de marginalidad transcurre el juicio. De sus audiencias no surgirá (no puede surgir) cómo se creó el clima propicio para el atentado; de qué manera se fue formateando a lo largo del tiempo (y con la colaboración de un sector de la prensa) la idea de que la muerte de Cristina Kirchner podía ser una solución para los problemas del ciudadano común; quién financió esas actividades que se combinaron para desembocar en el ataque; quiénes sabían lo que iba a pasar y no lo frenaron; quiénes, una vez ocurrido, hicieron todo lo posible para que la verdad judicial se limitara (y se conformara) con la teoría del “loquito suelto”.
Ahora, tal vez, ni siquiera con eso. «