El maravilloso film de Mendonça Filho puede leerse como el reverso del fanático film de Mel Gibson. Y qué mejor que el amor para vencer al fanatismo, entiende el director brasileño. Y para eso se va a buscarlo en la generación que lo convirtió en estandarte, y hasta llegó a confundirlo con el fanatismo.
Sonia Braga es Clara, una mujer que bordea los 70 años, vive sola en un departamento del edificio Aquarius en frente de la playa en Recife, Brasil. Es madre y abuela, se ganó la vida como crítica musical, y posee una enorme colección de discos, sólo en formato de vinilo. En la primera escena se recuerda el año en que Clara venció por primera vez el cáncer de mamas, algo que la acompañará el resto de su vida. Luego de ser homenajeada por familiares y amigos, sucede una fiesta en ese tono tan brasileño de la amabilidad y el disfrute de pasar bien un momento.
Lo que viene después es el comienzo de un acoso sistemático y muy trabajado por parte de una constructora que quiere realizar un empredimiento inmobiliario en el edificio del que Clara no se piensa mover hasta su último día en esta tierra porque allí echó raíces, nacieron sus hijos, pergeñó sus mejores libros y hallazgos de músicos y músicas. Su lugar en el mundo. La tarea de la inmobiliaria sobre Clara es francamente escalofriante. Encabezado por un joven de treinta y pico, nieto del dueño, que para ser el ejemplar humano en el que se convirtió se fue a estudiar negocios a Harvard, donde por lo que se puede apreciar, la principal enseñanza es el perfeccionamiento de los modales para decirle a la gente que se le va a joder la vida sin perder la sonrisa, esa que en un momento Clara pone en evidencia como el principal símbolo de su irrespetuosidad: a Diego, tal el nombre del emprendedor, no le interesa lo más mínimo lo que Clara le dice, le plantea e incluso le pide (que no insistan más); él sólo quiere quebrar su voluntad de Clara. Confía en que las enseñanzas aprendidas en Harvard (sobre todo la táctica de la sonrisa y los buenos modales) lo llevarán a conseguir lo que busca.
Por eso no resulta casual que Mendonça Filho haya elegido a Braga como el oponente a vencer por el mundo que representa Diego. Ella representa esa idea sesentista y setentista de la existencia (que llevó su estela de cambio y revolución hasta los ochenta) de buscar el propio camino, elegir la lucha que se quiere dar, no dejarse llevar por el sistema. En su preferencia por el vinilo, la lectura en libros de papel, tomarse su tiempo para las cosas, anteponer el disfrute a la consecución del objetivo se recrean los múltiples valores de aquella generación que se desvirtuaron a través del tiempo y de cuya derrota en buena medida nació el mundo de hoy, urgido por valores casi antitéticos, entre los que la renta ocupa un lugar privilegiado. No es la nostalgia la que guía al film, muy por el contrario. Es algo bien brasileño: la necesidad de sentirse vivo. Como si aquellos tiempos a sus formas, maneras y costumbres le sentaran muchísimo mejor que las actuales, al punto que en un momento la actitud de Clara es cuestionada por sus propios hijos. Y Clara no la corre nadie, sólo la necesidad de respetarse a sí misma.
En ese núcleo, el film encierra un universo de tensiones y contradicciones de Clara con sí misma (pese a su seguridad no deja de ser una persona que duda), con sus seres queridos, con los principios que abrazó y que cuesta que la sigan acompañando, con su fe en las personas y la decepción que le producen varias de ellas que tranquilamente la pueden llevar a perder la confianza en la humanidad. Y deteniéndose en algunos episodios cotidianos de Clara (un día con su nieto, sus incursiones en el mar, sus charlas con el guardavidas, su sexo, que sigue intenso y demandante, las salidas con sus amigas) cuenta que los principios se ponen en juego en cada palabra y relación diaria.
Sin embargo y pese al optimismo final, Mendonça Filho no puede evitar cierto temor de que cuando llegue a su fin la generación maldita que a partir de los sesenta fogoneó una especie de Renacimiento en plena Modernidad, el mundo se regirá según la mirada del personaje de Diego, que no es más que la mirada de las corporaciones empresarias, esa especie de adáptate o muere, pero no resistas, que guía cada una de sus iniciativas. La sensación de falta de generación de recambio, como suele decirse, es fuerte. Y en ese sentido Mendonça Filho parece elegir volver a contar la historia de esa generación de una manera diferente, más que a modo de testimonio, a la manera del que guarda la ilusión de que sólo el relato de las grandes pequeñas historias de la gente de a pie puede dar esperanza ante un horizonte que se presenta demasiado oscuro.
Aquarius (Brasil-Francia, 2016). Guión y dirección: Kleber Mendonça Filho. Con: Sonia Braga, Maeve Jinkings, Irandhir Santos, Humberto Carrão, Zoraide Coleto y Fernando Teixeira. Fotografía: Pedro Sotero y Fabricio Tadeu. 142 minutos. Apta para mayores de 16 años.