Si bien estamos acostumbrados a que una huelga que interrumpe las clases o un conflicto en una escuela pública desate un discurso sincronizado responsabilizando a las y los docentes por la supuesta pérdida de calidad educativa, ¿por qué arrecian hoy titulares de “fraude”, “estafa”, “vaciamiento” ante una escuela que intenta recuperar la presencialidad y enseñar más y mejor tras la pandemia?
No casualmente en últimos meses las usinas pedagógicas de los organismos internacionales de crédito que alimentan a los partidos políticos de nuestra derecha vernácula han elaborado proyectos tendientes a fomentar la descalificación de los docentes y su trabajo. Acciones como reformar el estatuto docente de CABA, restringir derechos jubilatorios y/o declarar la educación como servicio esencial, constituyen dispositivos que buscan precarizar a miles de trabajadores de la educación y con eso reducir la inversión educativa, concebida como un “gasto” desde el fiscalismo neoliberal. Operaciones que construyen legitimidad apoyándose en el sentido común meritocrático que responsabiliza de los éxitos y fracasos educativos al puro esfuerzo individual, como si todas y todos tuviéramos las mismas condiciones socioculturales.
El recientemente aprobado texto que reforma del Estatuto Docente de CABA recorre temas clásicos de la organización del trabajo docente – cargos, escalafones, licencias, concursos, etc- introduciendo como novedades: una carrera docente donde se puede «ascender» sin asumir tareas de conducción, cursos obligatorios para concursar; y la vinculación entre perfeccionamiento e incentivos salariales. ¿Cuál es el «cambio cultural» que pomposamente anunció Rodríguez Larreta? Ya existen cursos con puntajes que permiten un mejor lugar para asumir una suplencia y son antecedentes válidos en los concursos de ascenso; prescribir formación obligatoria como condición para presentarse a un concurso implicará que quienes trabajan más tendrán menos posibilidades; vincular la formación con incentivos salariales, ignorando el principio constitucional de “igual trabajo, igual salario”, es una estrategia utilizada por gobiernos neoliberales para ajustar. El cambio cultural se trata de romper las solidaridades laborales del colectivo docente de cada escuela.
Sin duda reconfigurar la carrera docente es hoy un desafío, que sólo puede llegar a buen término si los sujetos cuyo trabajo sería modificado son escuchados -a través de representantes paritarios- y no meramente “interpretados” por legisladores con mucha más disciplina partidaria que conocimiento sobre el trabajo educativo.
Por su parte desde el CIPPEC, usina tecnocrática de la derecha si la hay, recupera en un informe reciente la pretensión de homologar las jubilaciones especiales, -como la de los docentes- a las jubilaciones de privilegio. Veamos un poco: los regímenes jubilatorios especiales son conquistas de trabajadores que se desempeñan en tareas peligrosas o insalubres y que se jubilan a menores edades porque, entre otras cosas, padecen un envejecimiento precoz. Conquistas que plasman derechos laborales adquiridos, mal que le pese al supremo no privilegios (como sí lo son las exenciones impositivas o las designaciones vitalicias de ciertas castas profesionales) El trabajo educativo entra dentro de un régimen especial, los docentes aportan de su salario un 2% más que otros trabajadores para llegar así al 82% móvil. Por Ignorancia o cinismo los gobiernos neoliberales han intentado suprimir estos regímenes bajo la premisa de achicar el gasto público, utilizando la confusión discursiva. Nunca está de más reafirmar que la jubilación docente es un derecho consagrado por ley, deviene de nuestros aportes y no puede ni debe ser considerada un privilegio.
Finalmente tenemos el proyecto de ley presentado por el diputado nacional Alejandro Finocchiaro, cuya pretensión es declarar servicio esencial a la educación. Como en el caso anterior, la derecha nativa vuelve a jugar con la confusión respecto del término “servicio esencial”, esgrimiendo su significado coloquial y presentándose ante la comunicación cómplice con la pregunta ¿Acaso hay quien piense que la educación no es esencial? Utilizando “esencial” como superlativo de importante. La legislación laboral utiliza la calificación de “servicio esencial” para establecer restricciones al derecho de huelga, más allá de que en el proyecto el objetivo esté camuflado tras la idea de garantizar el ciclo lectivo completo. ¿Se imaginan una escuela con cientos de estudiantes en un día de paro a cargo de “una guardia” de cuatro o cinco docentes? Riesgo sobra; calidad educativa, te la debo.
Permítasenos dudar de la importancia otorgada a la educación por quien, siendo Ministro de Educación Nacional, logró que entre 2016 y 2019 se redujera el presupuesto educativo del Estado nacional un 17% en términos reales; y considerando que en este período el incremento de la cantidad de estudiantes se estimaba en 500 mil, la inversión educativa real por alumno habría descendido más de un 20%. Es raro que el responsable de semejante desinversión, pretenda ahora ser el adalid del carácter estratégico de un servicio que ayudó a degradar. Para el ex ministro de Macri, la educación no es esencial a la hora de financiarla, pero sí para obligarlas a funcionar durante los paros docentes.
No son tiempos sencillos para afrontar la necesaria transformación del trabajo docente en un contexto donde la desazón subjetiva y las restricciones objetivas generan un punto de máxima tensión entre los derechos laborales y el derecho social a la educación. Y menos aún para instalar un debate que sería discursivamente manipulado desde las corporaciones mediáticas, a las que no les interesa resaltar el valor del trabajo de los docentes ni fortalecer los aprendizajes de la escuela pública, sino participar en los negocios educativos identificados con los intereses de los grupos concentrados de poder económico.
El inminente peligro de que la relevancia social del conocimiento sea reemplazada por la idea de una educación con calidad de mercado y que generaciones de adolescentes desescolarizados sean abducidos por la matrix, compromete el futuro de nuestras comunidades. Situados en los profundos y acelerados cambios sociales, políticos y culturales, el debate respecto de cómo se entiende el trabajo de enseñar y cuál es y/o debiera ser el lugar de las y los docentes, constituye un desafío imprescindible para quienes aún no nos resignamos a sucesivos ajustes que conviertan a la educación en una mercancía más, restringida sólo al alcance de “los dueños de todas las cosas”.
*La autora del texto es Profesora e investigadora de la U. N. de Luján y Coordinadora de la Comisión de Educación del Instituto Patria