Pidió una hoja mientras le abrochaban el minúsculo micrófono. Allí anotaría varias de las preguntas que se le realizaron. No todas. Con pulso rápido. Algunas palabras, cuadros sinópticos. Las últimas fueron “Áñez, Mesa, Camacho”, justamente sus verdugos. Tal vez en ese momento haya podido soltar un tanto así la emoción, y en la misma medida estrechar la gravedad de su ceño. Una hora exacta de entrevista. Miró siempre con firmeza a los ojos. Con los suyos, achinados, expresivos, potentes. Pensó cada término que dijo, ningún concepto sobrevino sin masticar, todos apoyados en una singular firmeza. Los referidos a las lealtades y a las traiciones. A los recuerdos y a las predicciones. También a los miedos y los arrepentimientos.
Ahí está Evo en una visita histórica a la redacción de Tiempo Argentino. Ese líder severo, impactante, de hablar enrevesado, tan propio, característica que, sin embargo, representa todo un símbolo, una cabal demostración de la clarividencia política y conceptual con la que pudo conducir una revolución pacífica, impar, incuestionable. Ese líder que, desde el subsuelo, supo emerger e imponer su talla intelectual y política entre otros muchachos sagrados como Néstor, Lula, Chávez y el Pepe, nada menos, y empujar la locomotora del progresismo latinoamericano con la misma enjundia.
Ahí está Evo. Ahora refugiado, como una señal emblemática de la injusticia: no puede regresar a su tierra quien más y mejor hizo por ella y por la enorme mayoría de sus hermanos.
Ahí está Evo, finalmente sonriente, casi distendido, sorprendente: durante el reportaje vio ahí atrás, a un chiquilín, el hijo de un compañero de la redacción, con una bandera argentina cruzada con una wiphala y lo saludó con un particular brillo en su mirada y un gesto de su mano izquierda, sin alejarse ni un instante de la charla. Luego le estamparía su firma en la remera azul que llevaba un “Evo” gigante.
La lluvia arreciaba este viernes en la ciudad cuando se asomó por la puerta de la calle México y saludó con afecto a cada uno de nosotros. Se detuvo un instante en Reynaldo Chávez, nacido en el Beni, uno de los nueve departamentos que conforman el Estado Plurinacional de Bolivia. En la hora y pico de su permanencia se replicaron los ojos anhelantes para que terminase el reportaje y, al fin, pedir al fotógrafo una imagen con el dirigente político que a esa altura parecía un ídolo. Para millones, seguramente lo es, a su manera.
No faltó, claro, una foto rodeado de todos los trabajadores de Tiempo que estaban en la redacción, durante una mañana diferente. Atronó el «Evo, Evo», cuando dispuso la retirada.
Al salir, una señora que circulaba por la estrecha vereda pegó un sonoro alarido de sorpresa. No todos los días ocurre: se había topado, en una calle de San Telmo, con el mismísimo Juan Evo Morales Ayma. «