Al menos antes, en esa lucha del «mundo libre» contra el «totalitarismo comunista», occidente tenía las lecciones francesas aprendidas con fatiga en Indochina (1946-1954) y en Argelia (1954-1962). Pero como suele suceder cuando hay una confusión en las palabras y en los hechos, lo que fueron guerras de liberación nacional fueron catalogadas como avances del comunismo. Y todo está permitido contra el comunismo en nombre de la libertad occidental.
En estos casos el enemigo es la población. El método es el secuestro e interrogatorio de los sospechosos, que la tortura convierte en culpables. Queda buscar a los allegados del arrestado, y volver a empezar, sin fin. Para descartar los cuerpos torturados, bien podían arrojarse de un helicóptero a la jungla como en Indochina, o al mar, como en Argelia (a veces volvían a la playa, capricho de las mareas). Esa escuela francesa propagó sus métodos desde los Estados Unidos hasta Tierra del Fuego.
Otros casos menos elegantes pero no menos efectivos consistieron en el derrocamiento de gobiernos democráticos. Aunque el adversario de la libertad de occidente ya no eran soldados vietnamitas o argelinos, buenos fueron los partidos populares, sindicalistas e intelectuales. La Escuela de las Américas fue el lugar donde la defensa nacional fue reemplazada por el concepto de seguridad, momento en que los ejércitos de cada país devinieron en fuerzas de ocupación contra cada pueblo propio.
Los tiempos han cambiado. Ahora que la acusación de comunismo es proferida sólo por lunáticos –todavía con algún éxito vintage– el pecado mortal es el populismo. Contra esa amenaza están unidos los grandes medios, los grandes propietarios locales, las multinacionales exportadoras de materias primas, siempre la embajada. Para evitar cualquier cambio, políticos y sindicalistas son corruptos, narcotraficantes o filoterroristas según el momento y la prensa. Los intelectuales que quedan son ignorados.
En cada país, la administración de justicia es custodia de ese orden. Esto es posible por la operación simbólica que identifica a la justicia, que es un valor, y su administración, que es una función. Las fuerzas de seguridad ya no son esenciales, sino instrumentales: deben arrestar a los condenados por «la justicia». Ahora hay viajes de instrucción de jueces y fiscales latinoamericanos a Estados Unidos, para aprender las mejores prácticas e internalizar el combate contra nuevas amenazas que acechan en sus propios países, al menos si le creemos al Comando Sur de Estados Unidos. La guerra judicial consiste en usar el derecho como sustituto de la guerra para alcanzar determinados objetivos. Y en la guerra todo está permitido, como torturar leyes y retorcer instituciones hasta que digan lo requerido.
En su versión vieja, este manual no funcionó para los franceses en Indochina y Argelia, donde perdieron, ni para los Estados Unidos en Vietnam, donde fueron derrotados. En su versión nueva –conocida como lawfare– tampoco parece tener demasiado éxito, aunque sea gravoso. En efecto, este primero de Enero el sindicalista y político Lula da Silva comenzará su tercer mandato presidencial. Lula fue reprimido durante la dictadura brasileña, proscripto y encarcelado en democracia, sin pruebas. Eso muestra la continuidad de los manuales, que son aplicados por los mismos intereses, aunque no funcionen. A Lula le tocará frenar la reprimarización de la economía brasileña para volver a la industrialización, combatir la pobreza, ayudar a la integración regional. Mientras, conduce una coalición heterogénea, que suele apuntar al centro cuando la derecha gira al extremo. Al menos conoce como pocos los manuales del enemigo. «