Quién en el nombre del Señor cree Putin que le da derecho de declarar nuevos supuestos países en territorio que pertenecía a sus vecinos?”. De este modo reaccionó el presidente Joe Biden, al reconocimiento de la independencia de las provincias separatistas de Donesk y Lugansk. Poco más tarde, China se preguntaba si no era justamente lo que Washington pretendía hacer con Taiwán, alentando su independencia. Siempre se encuentran contradicciones cuando una potencia reclama una supuesta superioridad moral con la que intenta disfrazar sus intereses: EE UU recuerda que no se cambian las fronteras por la fuerza, mientras permite la consolidación de los territorios ocupados en Israel; el Reino Unido no reconoce la voluntad de los independentistas del Donbás, pero se apoya en el deseo de una población implantada para justificar su permanencia en las Islas Malvinas. Así es que haremos el intento de despojarnos del discurso maniqueo para reconstruir el camino que nos llevó a la guerra en Europa, y analizar si, como dice Biden, la culpa es solo de Rusia.
En primer lugar, se asegura que el conflicto armado se produjo a pesar de todos los esfuerzos diplomáticos; sin embargo, cabe preguntarse si realmente los hubo. La Alianza Atlántica, la Unión Europea y EE UU aseguraron que estaban dispuestos a entablar conversaciones, pero no sobre las exigencias de Rusia. No iban a hablar sobre la posibilidad de vetar el ingreso de Ucrania en la OTAN, sino sobre otras cuestiones, como la restricción de algunas armas en el continente. Los reclamos de Putin hicieron recordar la crisis de 1962, en la que EE UU estaba dispuesto a desencadenar una III Guerra con tal de que no le instalaran misiles a unos pocos kilómetros; pero como esta vez era al revés, y Rusia no tenía con qué negociar, Occidente los ignoró.
Además, fueron aun más lejos, confundiendo “disuasión” con “provocación”. Los contactos directos se usaban para amenazar a Moscú, e incluso el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, aseguraron que si lo que pretendía el Kremlin era que los aliados no se acercaran a sus fronteras, se iban a acercar todavía más. Los mediadores del formato de Normandía, Francia y Alemania, callaban cuando Kiev se negaba a cumplir con los acuerdos de Minsk, rechazando negociar con los líderes separatistas. El alto al fuego, incluido en los pactos, era violado sistemáticamente por ambas partes, pero desde Bruselas se condenaba el uso de la fuerza desde el Donbás, y se alababa la moderación del gobierno ucraniano.
Mientras tanto, Ucrania erró su estrategia. Apostó todo a su ingreso a la OTAN, y perdió. Más allá de la invitación, las potencias consideraban que el país todavía no cumplía con los requisitos para formar parte de la alianza, y cada insistencia de Kiev irritaba más a Moscú. Las potencias sabían que el conflicto a evitar era entre la OTAN y Rusia, y el mandatario ucraniano, Volodimir Zelenski, acabaría reprochando que lo dejaron peleando solo. Asimismo, en medio de la tensión, el mandatario incluso se había animado a ir más lejos, y amenazó con retirarse del memorándum de Budapest, firmado en 1994, a través del cual su país renunciaba a las armas nucleares. Todas provocaciones que tuvieron un desenlace anunciado, e impulsado por Washington.