Haití se enfrenta a otra encrucijada que nadie sabe cómo terminará. La historia de ese país es un ejemplo incontrastable de los horrores del colonialismo y de la ocupación extranjera: fue la primera nación de América Latina en independizarse, en 1804, pero tuvo como a su mayor enemigo a la Revolución Francesa, tan defensora de la libertad y la igualdad en Europa como de la explotación de los esclavos en esta parte del mundo. En 1915 fue ocupada por el gobierno de Woodrow Wilson «en defensa de los intereses» del banco de inversión estadounidense Kuhn, Loeb & Co, de Estados Unidos. Las tropas se retiraron recién en 1934. Padeció la feroz dictadura de los Duvalier entre 1957 y 1986, un terremoto en 2010 que causó la muerte de unas 200 mil personas.
Ni ese escenario tremendo sensibilizó a las potencias coloniales, ya que, aun en ese contexto, Francia se negó a devolver la «deuda de la independencia» que le había impuesto a esa nación y que estuvo pagando, con usurarios intereses, hasta 1947. Para el año del terremoto, se calculó que eran unos 21.800 millones de dólares, imprescindibles para la reconstrucción del país más empobrecido de América.
Pero el país estaba ocupado desde 2004, cuando se creó la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización en Haití (Minustah), del que participaron tropas de varios países de la región, incluso argentinas, y por supuesto, EE UU. Era la solución de la ONU para acallar la revuelta popular tras la destitución del presidente Jean-Bertrand Aristide, y los Cascos Azules parecían ser parte de la solución ante la gravedad del momento.
Pero a fines de 2010 un brote de cólera mató a unas 30 mil personas. Todos los datos apuntaban a soldados nepaleses de Minustah como los que llevaron la bacteria, que prosperó en el desastre causado por el sismo.
Luego se conocieron denuncias de violaciones cometidas por otros miembros de las fuerzas de la ONU, principalmente uniformados brasileños y uruguayos. Las víctimas fueron 2000 mujeres.
En junio del año pasado, el gobierno de Jovenel Moïse anunció un aumento en el precio de los combustibles, de acuerdo con un plan acordado con el FMI para «arreglar» el crónico problema del déficit económico. Moïse, un joven empresario que llegó al gobierno en 2017, luego de unas elecciones donde participaron apenas el 18% de los votantes, rifó en ese acto la poca legitimidad que tenía. Fueron los primeros encontronazos entre una población hastiada de tanto sufrimiento y fuerzas policiales con poco apego a los derechos humanos. La cifra de muertos en aquellas primeras manifestaciones permanece en la oscuridad.
Pronto se conocieron datos sobre corrupción en el sistema político y en el programa Petrocaribe. El Tribunal de Cuentas señaló irregularidades en el manejo de esa organización creada por Hugo Chávez para el intercambio de combustibles venezolanos fuera del área dólar y beneficios espurios para unos 15 dirigentes y funcionarios del gobierno. El número de víctimas de la represión ya sumaba una treintena. Otra decena cayó en los primeros días de este mes, en una nueva oleada de protestas que para el profesor haitiano Henry Boisrolin indican que su país está ante el fin de un régimen colonial. Entrevistado por el programa Voces del Mundo (Radio Cooperativa), este docente universitario indicó que hoy «el pueblo está escribiendo una nueva historia». Y explicó que nunca en la era contemporánea «se había registrado en Haití ese nivel de insurrección, tanto en el campo como en las ciudades». Insistió: «Más del 70% de la población activa no tiene trabajo, la renta per cápita está cerca de los 800 dólares al año, y la tasa de analfabetismo es del 70% en el campo y mayor al 50% en zonas urbanas, no se puede hablar de un sistema educativo y de salud, y el estado no maneja absolutamente nada».
Boisrolin, sin embargo, no se aventuró a especular sobre cómo terminará este nuevo capítulo en la vida de los haitianos.