Mezclar el agua y el aceite es el desafío que se le plantea al opositor Kemal Kılıçdaroğlu si pretende derrotar a Recep Tayyip Erdoğan, el islamista que se ve obligado, por primera vez desde que Turquía elige a su presidente por voto popular, a ir a una segunda vuelta. Si hay dos elementos de la política en ese país que son incompatibles, son el ultranacionalismo y los derechos de las minorías étnicas, en particular la más numerosa, la kurda: mayoritaria en las provincias del sudeste, limítrofes de Irán, Irak y Siria, donde esta comunidad también es muy importante.
Vistos los resultados de la elección del 14 de mayo, el 5,12% que le faltó a Kılıçdaroğlu para alcanzar la mitad más uno de los votos sólo se puede construir sumando a quienes aquel día votaron al ultranacionalista Sinan Oğan e incrementando la tasa de participa-ción en las provincias de mayoría kurda. La victoria depende ahora de alcanzar la mitad más uno de los votos, pero ese uno no será Oğan, quien rápidamente anunció su voto a favor de la reelección del actual presidente.
Sin embargo, los partidos que acompañaron a Oğan optaron por sumarse a la campaña para derrotar al oficialismo. ¿El precio de ese apoyo? Un giro brutal de Kılıçdaroğlu hacia el ultranacionalismo y la adopción de una fuerte retórica contra los inmigrantes. Por un lado, el candidato opositor se comprometió (por escrito) con los exseguidores de Oğan a reemplazar por interventores administra-tivos a cualquier autoridad electa local de quien se «pruebe legalmente» lazos con el terrorismo. Esta formulación eufemística alude al clandestino Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) y promete la continuidad de una práctica que han utilizado todos los partidos de mayoría turca, incluyendo gobiernos anteriores a los de Erdoğan, con participación de partidos socialdemócratas, orien-tación que hoy reclama para sí Kılıçdaroğlu y su Partido Republicano del Pueblo (CHP). Desde las elecciones municipales de 2019, el actual gobierno islamista destituyó a más de la mitad de los 65 alcaldes electos por el Partido Democrático del Pueblo (HDP), de mayo-ría kurda, con ese argumento.
Por otro lado, la campaña opositora para la segunda vuelta pasó a poner el acento en la necesidad de controlar draconianamente la inmigración (y no sólo la ilegal), en el país del mundo que más refugiados alberga: más de tres millones y medio huyendo de la guerra en Siria y otros tantos (hasta rozar los cuatro millones) de otras proveniencias.
La cancha inclinada
La reacción del HDP ha sido estoica: ha redoblado su esfuerzo para derrotar a Erdoğan, incluyendo un llamamiento enfático (desde la cárcel donde el actual presidente lo puso hace más de seis años) de su anterior líder y dos veces candidato presidencial, Selahattin Demirtaş. El HDP insiste con la idea de que esta elección debería permitir que la democracia en Turquía «vuelva a respirar», escapan-do del lento estrangulamiento que los islamistas vienen aplicando hace 20 años, con mayor fuerza desde el fallido intento de golpe de estado de julio de 2016. Sin formar parte de la alianza de seis partidos liderada por el CHP, la izquierda de mayoría kurda aseguró la victoria opositora en la primera vuelta en todo el sudeste del país. En la segunda, las chances de victoria están atadas a que esta vez sí vayan a votar los ciudadanos de la región de mayoría kurda donde la tasa de participación cayó el 14 de mayo respecto de eleccio-nes anteriores. Cómo lograrlo mientras el candidato opositor promete más de lo mismo para esa región es la pregunta que tienen entre sus manos el CHP y el HDP, el partido que más ha sufrido el autoritarismo siempre creciente de Erdoğan.
La oposición que ha resistido durante los pasados 20 años el proceso de islamización y de ejercicio autoritario del poder tenía una sola bala para terminar con el régimen actual y probablemente la gastó en la primera vuelta. Los regímenes iliberales, de los que el actual presidente turco lidera el más longevo, se construyen mediante pacientes guerras de trinchera que van minando lenta y per-severantemente el estado de derecho, hasta dejar en pie sólo el match electoral, que se juega en una cancha empinadamente inclina-da: competidores presos, prensa monopolizada por el gobierno, uso de la religión como arma.
Los elementos que el régimen turco actual comparte con los encabezados por el ruso Vladimir Putin, el indio Narendra Modi y el húngaro Viktor Orbán (quien acuñó el adjetivo «iliberal») se ponen en juego en un país con particularidades históricas y coyunturales que ha sabido hacer jugar en su favor: la afirmación de la etnicidad turca ante el desafío kurdo, la reacción ante el secularismo como fundamento de un nuevo conservadurismo, la maximización del papel de Turquía como miembro problemático de la OTAN y la vic-timización ante la Unión Europea.
La articulación de todas esas cuestiones en un discurso coherente e instilado capilarmente a toda la sociedad durante dos décadas ha construido una fortaleza que resiste los costos políticos coyunturales de ser el quinto país con mayor inflación del mundo o de una gestión menos que mediocre de la emergencia durante y después del terremoto de febrero de 2023.
La oposición ha estado cerca, como nunca, el 14 de mayo. Habrá que ver si es capaz de sortear, en un movimiento, las trincheras que el islamismo construyó alrededor de las fortificaciones seculares de Estambul y Ankara y para separar el corazón de Anatolia del Kurdistán. Este 28 de mayo, Erdoğan la espera, confiado más que nunca en sus contradicciones. «
Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.