«A James Comey le conviene que no haya grabaciones de nuestras conversaciones», tuiteó el Presidente de los Estados Unidos (Potus, por su sigla en Twitter) a las 14,40 h (de Buenos Aires) del pasado viernes 12. Desde que el martes 9 despidió al Director de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) sus advertencias han ido subiendo de tono. La mayoría de los observadores subrayan las similitudes entre esta crisis y el affaire Watergatede 1973-74. Sin embargo, Donald Trump no es comparable con Richard Nixon. Las apariencias engañan.
Cuando fue despedido, Comey conducía una investigación sobre posibles connivencias entre los funcionarios de la campaña electoral de Trump y Rusia. Según trascendió, el Presidente no estaba contento con el modo en que su equipo de prensa venía explicando su decisión de despedir a Comey y decidió abordar el tema con sus propias manos.
El argumento de la Casa Blanca para justificar el despido fue que Comey no era digno de confianza por el mal manejo que había hecho en 2016 de la investigación sobre el uso por Hillary Clinton de un servidor de correo electrónico personal para enviar mensajes con información clasificada, cuando era Secretaria de Estado de Barack Obama (2009-13). En el primer momento el Presidente y su equipo negaron que el despido tuviera que ver con su investigación sobre las relaciones de ellos con representantes rusos, pero, como el sucesor de Comey en la dirección interina del FBI, Andrew McCabe, dijo el jueves que sigue siendo «una investigación muy significativa», el Potus aceptó el desafío y denunció al jefe expulsado por «deslealtad».
La crisis presente es casi inédita: desde la creación del FBI en 1908 es la segunda vez en la historia que un presidente estadounidense despide a un director. La primera ocasión fue en 1993, cuando Bill Clinton destituyó a William Sessions acusándolo de faltar a la ética que debe mantener un funcionario de su rango.
No sólo demócratas, sino también algunos republicanos opinan que el súbito despido responde a que el mandatario quiere frenar las investigaciones y lo asocian con el escándalo Watergate. «Esto es nixoniano», declaró el senador demócrata Bob Casey. Esa frase se refiere a la noche del 20 de octubre de 1973, conocida como la «Masacre del sábado a la noche», cuando el Presidente Richard Nixon hizo renunciar al fiscal general Elliot Richardson y a su adjunto William Ruckelshaus por no obedecer la orden de despedir al fiscal especial Archibald Cox.
A mediados de octubre de 1973, este procurador había pedido formalmente al Presidente que le entregara las grabaciones de las reuniones que aquél había mantenido con su equipo en la Oficina Oval. De esas cintas esperaba obtener pistas sobre lo ocurrido en torno al escándalo Watergate. El suceso había empezado con la detención de cinco hombres por la intrusión en Washington el 17 de junio de 1972 en el complejo de ese nombre perteneciente al Partido Demócrata. El FBI encontró conexión entre los ladrones y dinero negro utilizado por el Comité para la Reelección del Presidente (CRP), la organización oficial de la campaña electoral de Nixon y el Partido Republicano. En julio de 1973, gracias a los testimonios de antiguos funcionarios y colaboradores del mandatario, las investigaciones del Comité Watergate del Senado de Estados Unidos revelaron que Nixon tenía en sus oficinas un sistema de cintas de grabación y que muchas conversaciones habían sido grabadas.
Nixon no sólo se negó a entregar los audios íntegros, sino que ordenó a su fiscal general, Elliot Richardson, el cierre de la oficina a la que Cox estaba adscrito. Richardson decidió renunciar antes de cumplir esa orden. Su reemplazante, el fiscal general adjunto Ruckelshaus, también presentó su dimisión. Fue entonces Robert Bork, el procurador general de EE UU, quien se quedó con el cargo y cumplió con la orden presidencial. No obstante, tras varias batallas legales la Corte Suprema de la Unión dictaminó por unanimidad que el presidente debía entregar las cintas a los investigadores gubernamentales, a lo que finalmente accedió.
Las grabaciones revelaron que el mandatario había tratado de encubrir el robo. Debido a que con casi total seguridad habría sido sometido a juicio político por las dos cámaras del Congreso, Nixon renunció a la presidencia el 9 de agosto de 1974.
El pasado 20 de marzo, el propio Comey declaró ante una subcomisión del Senado que el FBI estaba investigando los posibles nexos entre miembros del equipo de Donald Trump y Rusia. La catarata de dichos y contradichos abrió nuevos cuestionamientos a la credibilidad del Presidente, quien el miércoles mantuvo en la Casa Blanca un inesperado encuentro a puertas cerradas con el canciller ruso, Serguei Lavrov. Manejar a discreción el ritmo de las investigaciones sobre Rusia que el Congreso realiza por su cuenta parece una tarea cada vez más difícil para los republicanos. Con semejante ambiente de intriga y la perspectiva de otra batalla política para designar al próximo director del FBI, el gobierno puede sufrir atrasos en temas sensibles de su agenda.
Algunos analistas creen que el problema para el presidente está cada vez más en la débil lealtad de su propio partido. Comey es republicano y ayudó al triunfo del Potus difundiendo pocos días antes del 8 de noviembre pasado la copia de los mails de Hillary Clinton. Sin embargo, como la mayor parte del Partido Republicano, el ex director del FBI sólo adhirió a la candidatura triunfante en el último momento y estaría feliz si el Presidente fuera remplazado por el Vicepresidente Mike Pence, más leal al aparato.
A pesar de las aparentes similitudes, Trump no es Nixon. En 1973 el republicano estaba en su segundo mandato y, por lo tanto, sin poder ser reelecto. Era lo que en la jerga política norteamericana llaman «un pato rengo». A pesar de llevar nombre de pato, Trump se encuentra al principio de su primer período y con ganas de gobernar a su país ocho años más.
Nixon firmó en enero de 1973 los acuerdos de París por los que EE UU retiró en poco tiempo sus tropas de Vietnam. Estos acuerdos nunca fueron aprobados por el Senado. Finalmente, en octubre del mismo año se produjo la Guerra de los Seis Días entre Israel y sus vecinos árabes que, como medio de presión, suspendieron las ventas de petróleo, desatando la primera gran crisis económica mundial de la posguerra.
Es probable que Donald Trump haya mantenido tratativas ilegales con representantes rusos. También lo hizo Kissinger en aquella época. A diferencia de Nixon, empero, ante la presión el Potus se apoyó en los militares y se avino a intervenir en Siria, para delimitar su zona de influencia, aun arriesgando una crisis con Turquía.
A diferencia de 1973, finalmente, la economía está creciendo, el desempleo es bajísimo, EE UU prácticamente se autoabastece de hidrocarburos y la progresiva suba de las tasas de interés obra como una aspiradora que chupa dólares de toda la economía mundial.
Indudablemente la investigación sobre las relaciones entre el equipo de Trump y Rusia va a perturbar su gobierno durante varios meses, pero el Presidente tiene iniciativa y poder suficientes como para marcar la agenda con nuevos temas cada día. Éste puede ser el Watergate de los aparatos partidarios y mediáticos, no el suyo.