El lanzamiento de «La madre de todas las bombas» sobre un complejo de túneles de Estado Islámico en Afganistán puede ser interpretado como una nueva muestra del papel que Donald Trump quiere representar en este período de las relaciones internacionales: el de cowboy impredecible. El ataque, sorpresivo, como el de una semana antes sobre una base siria con 59 misiles Tomahawk, marca también el nuevo protocolo de funcionamiento del controvertido presidente en relación con el Pentágono. Y si Barack Obama quería mostrar su absoluto control sobre lo que hacen las fuerzas armadas, Trump en cambio, felicita a «los mejores militares del mundo» y los deja hacer. De allí el tardío bautismo de fuego de esta superbomba diseñada y fabricada en 2002 por el Laboratorio de Investigaciones de la Fuerza Aérea (AFRL por sus siglas en inglés) con el único objetivo de «convencer» a Saddam Hussein de la conveniencia de rendirse sin dar pelea y que nunca se había llegado a utilizar. Y que, como queda claro, los militares ardían en deseo de probar en un campo de batalla.
Este repentino giro bélico de la administración Trump genera además las interpretaciones más diversas, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. La visita de Rex Tillerson de este miércoles a Moscú, incluida su entrevista con el presidente Vladimir Putin, sirvió para descomprimir un poco la tensión creada por el bombardeo en la base de Jan Shayrat, en respuesta a la matanza con gas sarín en la provincia de Idlib, y que los medios y gobiernos occidentales atribuyeron a Bashar al Assad.
Si Trump quería mostrar que no es «amigo de Rusia», podía ser una buena forma de despegarse de ese mote que le endilgaron desde antes de ganar la presidencia. En principio, las primeras encuestas para testear la reacción del ciudadano medio de Estados Unidos le dieron un amplio apoyo al gobierno.
Pero en los medios y en los sectores políticos más reactivos a Trump, el debate pasó por otro lado. Así, el Washington Post publicó que el recurso de los misiles podría acercar al mandatario hacia una causal de juicio político, ya que tiene acciones en Raytheon, la empresa fabricante de los misiles lanzados en Siria. Sobre todo en vista de que en la Bolsa de Nueva York, la cotización de la firma trepó en un par de días casi un 2%, en un rubro que también creció proporcionalmente en los tableros de la NYSE desde que Trump anunció un incremento en el presupuesto de Defensa.
El argumento del conflicto de intereses que desliza el Washington Post se choca con la realidad histórica de que desde 2001 es cada vez más evidente el paso de funcionarios a empresas privadas ligadas a la guerra o a sus consecuencias. Los más conocidos son los del vicepresidente de George W Bush, Dick Cheney, y de su secretario de Estado, Donald Rumsfeld, ligados a Halliburton y a Lockheed Martin, multinacionales altamente beneficiadas con contratos por miles de millones de dólares en Irak.
El caso de la superbomba es diferente, ya que es un producto típico de tecnología estatal desarrollada puertas adentro de la Fuerza Aérea. Nació como una actualización y ampliación de la bomba BLU-82, «Daisy cutter», utilizada en la Guerra de Vietnam. El laboratorio AFRL tiene en su haber varios proyectos ultrasofisticados y es una avanzada en el desarrollo de artefactos bélicos desde el Pentágono.
Estados Unidos emergió de la Segunda Guerra como la principal potencia económica del mundo, y desde el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Japón, el amo militar del planeta. Sin embargo, en 1949 la Unión Soviética dio la sorpresa al probar su propio artefacto nuclear. Desde entonces, el riesgo de un Armagedón fue creciendo a medida que más países ingresaron a ese selecto club, lo que convirtió a ese tipo de ingenios letales en políticamente inútiles: si uno lo tiene, puede amenazar, si lo tienen muchos, el mundo se termina.
De allí la importancia disuasora de tener un arma que tenga una alta capacidad destructiva pero no las consecuencias que produciría el uso de armamento atómico. Fue la idea básica para desarrollar la GBU-43/B. Massive Ordnance Air Blast (Explosión aérea de artillería masiva), con un altísimo poder de fuego pero un escalón antes de la bomba que se lanzó sobre Hiroshima en 1945. La sigla en inglés, MOAB, remite y no por casualidad, a Mother of all battles, la madre de todas las batallas, en referencia a una frase de Hussein que hizo historia en los primeros días de la invasión a Irak.
Afganistán, por otro lado, es un escenario adecuado para semejante intervención, ya que la situación permanece estancada desde hace años y crecen las voces dentro de EE UU que reclaman reconocer que la guerra no se pudo ganar. Y una guerra que no se gana, se sabe, es porque se pierde. El antecedente de Vietnam todavía pesa en el orgullo de ese país y quizás Trump pudiera ser el más indicado para reconocer una derrota, como Richard Nixon lo fue en los ’70 para proponer la rendición en el sudeste asiático. De ser así, la MOAB podría ser como el brillo agónico de una supernova. Más aun pesa la certeza de que son varios los imperios que no pudieron conquistar Afganistán a lo largo de la historia. El último que chocó fue la Unión Soviética, que aceleró su inesperado final con la invasión de 1979, que culminó con un fiasco. Y, para sumar otro detalle, los túneles destruidos por la MOAB habían sido construidos durante la ocupación soviética por los talibanes, que entonces tenían apoyo estadounidense.
Por otro lado, la coincidencia de estos acontecimientos tanto en Siria como en Afganistán y el encuentro de Trump con el presidente chino Xi Jinping y el de su canciller con Putin debería entenderse como la concreción de una entente para el reparto del poder mundial. Una suerte de Conferencia de Yalta en pequeña escala.
A nadie escapa que los ataques de los últimos días fueron anunciados previamente a ambos líderes, que reaccionaron con una mesura incomprensible si el contexto fuera de escalada bélica. Y que en ambos casos, Washington se involucra en el combate al Estado Islámico y el extremismo islámico, un objetivo común con Moscú y también con Beijing, que en la provincia de Xinjiang enfrenta la resistencia de la población uigur, de fe musulmana. «
Terrorismo de exportación
La persecución al Estado Islámico tanto en Siria como en Irak y Afganistán deja como consecuencia, según analistas, la extensión del terrorismo hacia Europa. De acuerdo con esta caracterización del conflicto, si los yihadistas, que pretendían crear un Estado en los territorios que llegaron a ocupar, son perseguidos, darán golpes en otros lugares para demostrar una posición de fuerza que los hechos no parecen corroborar.
Así se interpreta el atentado con un camión que arremetió contra los transeúntes en Estocolmo la semana pasada. El presunto autor del ataque, Rajmat Akilov, de origen uzbeco, habría sido reclutado por EI en Suecia, donde había emigrado y trabajaba en la construcción.
El domingo pasado, dos ataques reivindicados por EI en iglesias coptas de Alejandría y Tanta dejaron un saldo de unas 45 personas muertas. Los atentados se produjeron a tres semanas de la primera visita del papa Francisco a Egipto que, de no mediar cambios, será el 28 y 29 próximos.
Este retroceso del EI, que en muy poco tiempo llegó a ocupar el 20% del territorio sirio y el 47% de Irak, se da luego de que Washington comenzó a retraerse en la región en el marco de las presidenciales de 2016. Eso podría contarse como prueba del apoyo a esos grupos extremos con tal de derrocar a Bashar al Assad. Según el expremier iraquí Nuri al Maliki, el EI también tenía detrás a Arabia Saudita, Catar, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos.