Ya son 9.897 muertos y 145.328 los infectados confirmados por COVID 19 en Brasil (al viernes 8 de mayo). Es el octavo país del mundo en infectados y sólo considerando los confirmados por diagnóstico. El gran problema es que se realizan poquísimas pruebas de diagnóstico. Brasil realiza 1.597 pruebas por cada millón de habitantes por día. Francia, el país que menos pruebas realiza entre esos ocho países después de Brasil, realiza 21.213 pruebas por millón de habitantes. Trece veces más. ¿Qué quiere decir esto? Brasil es uno de los países que más infectados del mundo tiene, aun haciendo poquísimos diagnósticos. Si aplicásemos el índice de subnotificación identificado en el estudio realizado por el grupo COVID-19 Brasil, el número de contagiados hoy sería de 2.188.674.
¿Por qué Brasil diagnostica tan poco? Las pruebas de diagnóstico confiables son usadas para quien está grave y va para internación. Los gobiernos provinciales compraron kits de diagnóstico de los cuales algunos resultaron poco confiables. En tiempos de pandemia, hay dificultades para conseguir insumos. Hay falta de recursos. Hubo falta de planificación. Pero hay una cuestión más general. En una epidemia, el diagnóstico es clave para evaluar su evolución y planificar las acciones para combatirla. Un gobierno cuyo jefe menosprecia la gravedad de la epidemia, no puede implementar una política que confirme que está equivocado. En vez de apostar en diagnósticos sistemáticos, el gobierno fue respondiendo de forma parcial y fragmentada. Fueron liberados por la Agencia de Vigilancia Sanitaria kits de diagnóstico de 28 laboratorios extranjeros, muchos de los cuales no pasaron por autorizaciones efectivas en sus propios países. Inclusive, los diagnósticos en farmacias autorizados recientemente no sirven para avaliar la evolución de la epidemia ni implementar medidas de prevención.
Frente al agravamiento de la epidemia, el menosprecio de la gravedad de la misma es posible si hay cuestiones más graves que atender. El gobierno las produce cotidianamente. En Brasil hoy estamos más preocupados con el escenario político. ¿El gobierno cae? ¿Habrá impeachment? ¿Conseguirá el país mantenerse en la institucionalidad democrática? ¿Habrá golpe? Y si hay golpe, ¿será para sacar a Bolsonaro o para mantenerlo en el poder?
No es que el gobierno actúe creando cortinas de humo para ocultar lo que es obvio. El gobierno avanza a partir de sus convicciones -que son móviles- y de seguir su objetivo existencial que es mantenerse en el poder a partir de una movilización permanente contra sus enemigos. La movilización es una estrategia de amenaza e intimidación permanente. Desde el punto de vista de los actores convencidos por el bolsonarismo, la amenaza es considerada como una demonstración de carácter, no la realización de lo que se enuncia. El bolsonarismo, sin embargo, apuesta a fortalecer la amenaza, cooptando la maquina estatal y desplegando estrategias cada vez más alarmantes. La tentativa de imponer como director de la Policía Federal a alguien de confianza que frenase las investigaciones contra los hijos del presidente, la convocatoria a actos que llaman a la interrupción del orden democrático con el presidente como orador, la revocación de ordenanzas del ejército para rastrear armas y municiones como una muestra de compromiso del armamentismo del presidente, son elementos de una gravedad superlativa.
Pensar que los militares son el punto de equilibrio del gobierno y que lo harán volver al eje institucional es olvidar que el papel reservado a las fuerzas armadas en el gobierno Bolsonaro fue el papel tradicional que tuvieron otros partidos en lo que es llamado presidencialismo de coalición: la distribución de ministerios como base de apoyo del gobierno. El bolsonarismo formó su ministerio con cuadros militares, con representantes sectoriales y miembros de partidos que entraron por afinidad personal y no por negociación partidaria. Las Fuerzas Armadas fornecieron más cuadros al gobierno actual que durante los gobiernos de las dictaduras militares.
La cuestión ideológica parece tornarse más explícita y necesaria para unificar a los aliados frente al enemigo común. El texto del canciller Araujo, “Chegou o comunavirus”, donde se denuncia el nuevo complot del comunismo, ahora a través del globalismo, para construir un mundo sin libertad y sin naciones posibilitado por la propagación del coronavirus, es sintomático. Esa ofensiva explicita aparece en las redes sociales y en los documentos oficiales. En tiempos de coronavirus, el anticomunismo del siglo pasado salió del armario disfrazado de amenazas culturales y globalistas. Según ellos, la pelea ahora es sin cuartel.
Una de las lecciones para leer el bolsonarismo como fenómeno político es prestar atención a lo que denuncia, no como forma de identificar a lo que se opone sino como una expresión de lo que realmente desea o de lo que efectivamente es. El 24 de marzo, en su pronunciamiento más explícito contra las medidas de distanciamiento social, Bolsonaro intimó a las autoridades municipales y provinciales a “abandonar el concepto de tierra arrasada, la prohibición del transporte, el cierre del comercio y el confinamiento en masa.” La tierra arrasada es el escenario apocalíptico que va siendo construido por el bolsonarismo.