Después de tres meses, el show terminó. Pero la tragedia continúa.
Esta semana se anunció con gran impacto mediático que Joaquín Archibaldo Guzmán Loera, mejor conocido como “El Chapo” Guzmán, había sido declarado culpable de delitos por narcotráfico en un juicio en Estados Unidos y ya nunca más podrá salir de prisión. Optimista, el fiscal de Distrito de Nueva York, Richard Donoghue, dijo que la condena “simboliza una victoria en la guerra contra las drogas”.
El fiscal se equivoca. Más bien, las detenciones y asesinatos de capos sólo son una muestra más del fracaso de la guerra contra el narcotráfico, porque nada de ello ha logrado detener el multimillonario negocio. En cinco décadas, desde que Nixon inventó esta estrategia moralina con nombre bélico, el tráfico de drogas ilegales creció y las organizaciones criminales se fortalecieron y multiplicaron a costa de tragedias humanitarias como las que hoy vive México.
Pensemos, por ejemplo, en el caso colombiano. Hace ya casi 26 años que mataron a Pablo Escobar, pero hoy Colombia sigue siendo uno de los principales países productores de cocaína. Y en México, desde que Felipe Calderón lanzó la irresponsable guerra que continuó Enrique Peña Nieto, detuvieron o mataron a decenas de jefes narcos sin que ello frenara los lucrativos y sangrientos negocios. Estados Unidos, principal impulsor de la guerra narco, no tiene nada para presumir y sí mucho para hacerse responsable por su papel protagónico: sigue siendo el principal país consumidor de drogas en el mundo y hoy enfrenta muertes récord por sobredosis de fármacos opiáceos legales y por el consumo de la ilegal heroína. En lugar de enfrentar esta crisis de salud, el presidente Donald Trump insiste en culpar a los narcos latinoamericanos con discursos de odio plagados de estereotipos, xenofobia y discriminación.
Así que, todo bien con la condena al Chapo y a cualquier capo. Qué bueno que los detengan y los juzguen, pero no creamos en la narrativa oficial que anuncia los juicios y los decomisos de drogas como “éxitos” para seguir defendiendo la militarización del combate al narco, la ilegalización de las sustancias y la criminalización de los consumidores, a pesar de que ya está más que demostrado que estas medidas no funcionaron y que es más efectivo sustituir el enfoque policial por uno de salud.
En el caso de México, el juicio al Chapo deja varias puertas abiertas. Una de las más importantes es que los narcos juzgados confiesen qué hicieron con los desaparecidos, que digan en dónde están. ¿Cuándo les van a preguntar? La semana pasada, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció un programa para buscar a los más de 40 mil desaparecidos durante los 12 años de guerra contra el narco. El gobierno reconoció que hay por lo menos 1200 fosas comunes, pero una investigación periodística ya demostró que son más de 2000. Es una tarea prioritaria para pacificar el país y consolar a los familiares.
La corrupción es otro eje. Durante el juicio, Alex Cifuentes, un narco colombiano, aseguró que el Chapo le pagó un soborno de 100 millones de dólares a Peña Nieto. Y Jesús Zambada García, miembro del Cártel de Sinaloa, reveló coimas millonarias a Genaro García Luna, el ex secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón que supuestamente encabezó la guerra antinarco. ¿Se van a investigar las denuncias? En las audiencias se detalló la red de pagos a miembros de las fuerzas de Seguridad y a funcionarios de todo tipo. No fue ninguna sorpresa. Hace años sabemos que el negocio existe gracias a esa complicidad.
Menos visible, siempre, es la ruta del dinero. La justicia estadounidense aseguró que el Chapo ganó una fortuna de 14 mil millones de dólares traficando drogas. Es una cifra espectacular, pero no más que eso, porque nadie ha podido demostrar que ese dinero existe. Si es así, ¿qué bancos internacionales lo lavaron, a qué banqueros van a llevar a juicio por ser cómplices? Son preguntas incómodas que suelen quedarse sin respuesta. «