Entre las urnas y la dinamita. Las imágenes de aquella Bolivia de principios de siglo, cuando enardecidos trabajadores marchaban en reclamo de sus derechos tras la política de despojo de los sucesivos gobiernos de derecha, parecían un mal recuerdo hasta hace un año. Todavía algún memorioso se tope en algún pliegue de su memoria con la escena de aquel minero que cargado de cartuchos de TNT se inmoló frente al Palacio del Quemado en protesta porque le habían quitado la jubilación.
Tras aquella larga noche neoliberal en la que hasta los recursos del agua habían pasado a ser una mercancía más, vino un largo día protagonizado por los movimientos sociales y las comunidades indígenas, que fueron construyendo un Estado Plurinacional del que podrían aprender muchos países que son conglomerados de nacionalidades y no encuentran el modo de armonizar las diferencias. Los bolivianos también fueron construyendo un Estado más justo y con mejores oportunidades para todos.
No fue casual que ese proceso virtuoso coincidiera con la aparición de gobiernos progresistas en la región. Hasta tal punto lo es que difícilmente Evo Morales hubiera podido resistir las pujas secesionistas de la oligarquía de la rica Media Luna de Oriente en 2008 si no fuera por la existencia de la Unasur, que prontamente salió en defensa de la democracia.
Para la estrategia de la Casa Blanca, ningún gobierno que intente correrse de los dictados del Departamento de Estado puede respirar tranquilo. Así, siendo secretaria de Estado Hillary Clinton, se desarrolló el golpe contra Manuel Zelaya, en junio de 2009 en Honduras.
Hace algunos días se cumplieron diez años del intento de golpe policial contra el gobierno de Rafael Correa, en Ecuador. También allí la Unasur fue clave para evitar un golpe que amenazaba con ser sangriento. Pero nada pudo hacer para evitar la caída del presidente paraguayo Fernando Lugo, en 2012. Desde entonces, una sucesión de movidas destituyentes y el triunfo de candidatos conservadores fueron diezmando la institucionalidad regional. Esto sin olvidar el peso que tuvo para ese modelo de integración la muerte en 2013 de Hugo Chávez, el que la tuvo más clara desde que asumió el gobierno, allá por 1999.
El golpe contra Dilma Rousseff en 2016 no podría haberse producido sin el triunfo de Mauricio Macri en Argentina. Pero para redondear el giro proestadounidense era necesario en Brasil sacar del medio a Lula, mediante una operación judicial que se deshilacha porque como todo esquema de lawfare, se caracteriza por la flojedad de papeles.
La traición de Lenin Moreno en Ecuador fue otro modo de torcer el rumbo latinoamericanista. Correa padece la misma ofensiva judicial que Lula, que Cristina Fernández, que la dirigencia del Mas de Bolivia. Por si con esto no alcanzaba, necesitaban asfixiar a la Unasur y a todo vestigio de integración horizontal entre los países del sur del Río Bravo.
En Argentina, hace un año, volvió al poder una coalición que va contra esa corriente derechista. Una semana antes del comicio nacional, en Bolivia el binomio Morales-García Linera ganaba en primera vuelta una nueva reelección.
La alianza entre Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador, el mandatario mexicano, tenía un asociado natural en Evo con quien podían reconstruirse las aspiraciones de soberanía regional.
Voltear a Morales antes del 10 de diciembre pasado era un imperativo categórico para los planes estadounidenses. Para rodear a la Argentina de Fernández-Fernández desde el primer día.
Este domingo en Bolivia se juega no solo el futuro de los bolivianos, sino el de América Latina. Eso lo saben muy bien en Washington y lo saben todos los mandatarios entregados a la Casa Blanca, comenzando por Luis Almagro.
De allí los temores y desconfianzas sobre lo que pueda ocurrir