«No debemos cambiar de collar: debemos dejar de ser perros». Arturo Jauretche
Desde la caída del Muro de Berlín y el hegemonismo de EE UU, autodeclarado vencedor de la Guerra Fría, el mundo vive una situación de tensión y conflicto, en la cual el surgimiento de nuevos actores comenzó a cuestionar dicha posición.
Desde los años de la dupla neoliberal mundial, Reagan-Thatcher, los escenarios de las guerras bélicas, comerciales, culturales, económicas y financieras se desarrollaron en terceros escenarios, alejados de la metrópolis en cuestión. En ese entonces Bagdad quedaba lejos de Washington; Kiev, periférica a la Unión Europea; Filipinas, entre China y la VII Flota de EE UU. Damasco atrapada entre Turquía y las operaciones de la CIA, el Mossad y el M16 inglés, armando el ISIS, además de Libia y Yemen devastados, arrasados por petróleo y por el control del Estrecho de Ormuz en el segundo caso, junto a la agresión permanente a Irán.
América Latina navegaba en el mundo multipolar, a partir del cambio del mapa geopolítico de la región, desde la Unasur y la Celac, que a través del BRICS, abrían a Oriente las compuertas comerciales, hecho intolerable para un EE UU sediento de conservar su “patio trasero”, sin la entrada de nuevos jugadores, en especial Rusia y China. Entonces comienza su contraofensiva boicoteando, golpeando, destituyendo, bloqueando a los países de nuestra región, que se atrevieron a cruzar esos supuestos límites, impuestos por el coloniaje del Imperio.
Eso es colonialismo, que en el caso de nuestro país, se asienta aun más, al comprobar cómo el escenario de guerra se traslada al Atlántico Sur, desde la posición colonial Malvinas, base de la Otan, con despliegue hacia el territorio antártico. Con la consecuente depredación marítima, los pasos interoceánicos y la futura explotación del único continente no agredido en sus entrañas, que es la Antártida, que posee riquezas desde combustibles fósiles a litio, oro y otros minerales necesarios para las nuevas y viejas tecnologías. Además del preciado oro del siglo XXI: el agua dulce de su casquete polar.
La pandemia, como hecho global de crisis sanitaria, modificó todos los escenarios anteriores y puso al mundo en su totalidad bajo ataque, ya no hubo terceros escenarios de lucha contra el virus. Todo lo inundó. Pero como siempre, los pueblos, sus sectores más humildes, son quienes sufren las peores consecuencias. Incluso los que hasta ayer no sabían nada de Medio Oriente, ni dónde quedaba, como se trata del pueblo norteamericano, que ahora comienza a ver morir a sus compatriotas –imágenes que antes llegaban del exterior–, víctimas de guerras incomprensibles.
Por la pandemia, en gran parte, las muertes fueron sin asistencia médica en EE UU, pese a tener, por una inyección económica impresionante, un despliegue militar en el mundo de 1100 bases militares que, por el virus, quedaron paralizadas en sus operaciones.
Hubo 2 millones de muertos en el mundo 2020 por la pandemia. Las contabilizaciones macabras se pusieron día a día en tapas de todos los medios. Esas víctimas no alcanzan aún los 2,5 millones de muertos en los últimos 15 años de guerras y destrucción de ciudades y monumentos históricos. Muchos de ellos provocados por las agresiones coloniales en terceros países, siempre en nombre de “la libertad y la democracia”.
Agregamos 4,5 millones de desplazados, que solo se muestran como pobre gente, que huye de la miseria por el Mediterráneo, por la actitud cómplice de los medios hegemónicos que nunca explican las causas.
Esa crisis civilizatoria, desnudada por la pandemia, cambia los ejes geopolíticos mundiales, al realinear las fuerzas, desde donde emerge con firmeza el mundo oriental por sobre la hegemonía occidental. Y lo hace tanto desde el punto de vista económico como tecnológico, además del militar. Se terminó un ciclo de visión occidental de la vida, del mundo y de las cosas. Se derrumbó la mirada hegeliana de la historia. Se reconstruye la memoria viva de 7000 años de experiencia, enterrados por la prepotencia cultural del mundo occidental de fijar la historia desde los 2400 años con imposiciones religiosas y monárquicas, siguiendo luego con el capitalismo y el neoliberalismo.
Podemos preguntarnos si el mundo será mejor o peor después de esta pandemia –sumada al calentamiento global–, anticipo de posteriores, si los seres humanos no somos capaces de recuperar la Humanidad como experiencia planetaria al servicio antropomórfico biocéntrico, y que nos enamore nuevamente respecto del cuidado de la naturaleza. La catástrofe ecológica se aproxima a pasos agigantados y nos está dando muestras: en medicina lo llamaríamos síntomas y signos del enojo de la Madre Tierra.
Esa Matria, que el pensamiento americano, mestizo, moreno, criollo profundo de nuestra Patria Grande, siempre ha desarrollado en paz, contribuyendo al respeto de la naturaleza a pesar de las agresiones coloniales del norte hegemónico que invadió 33 veces países de la región y, a la vez, bloqueó y sometió a pueblos y gobiernos durante los siglos XIX, XX y XXI, desde una concepción anglosajona imperial.
La imagen de un futuro modelo de solidaridad social activa entre los pueblos de Latinoamérica lo demuestra hoy una Venezuela bloqueada, que envía oxígeno al Manaos de un Brasil arrasado; la producción de vacunas en Argentina para 150 millones de latinoamericanos junto con México; el gas boliviano a nuestro país; la recuperación de Mercosur y próximamente de la Unasur. Se impone ejecutar la apertura al mundo desde nuestra identidad, sin claudicaciones, en nombre de esquemas macroeconómicos y realizar muchas menos colonizaciones culturales, que intentan borrar la memoria de los pueblos, como hizo el neoliberalismo dominante.
De cada crisis surge una oportunidad y la pandemia lo ha permitido, al desnudar los verdaderos rostros de un mundo invivible, brutal e inhumano, que habíamos naturalizado y que está carcomiendo las bases de la humanidad tal cual la conocimos hasta ahora. Si seguimos haciendo lo mismo, obtendremos los mismos resultados: la Madre Tierra nos está avisando.