La muerte de Fidel Castro encierra la paradoja de ser un hecho que todo líder político, de un confín al otro del mundo, se siente obligado a comentar y, al mismo tiempo, carecer de consecuencias siquiera para la política doméstica en Cuba. Visto de más cerca, sin embargo, tal vez no se advierta paradoja: murió quien hizo de Cuba el impensado peso pluma de la política internacional que peleó, alguna vez, el campeonato de los pesos pesados.
El hombre que la historia recordará como el más intransigente durante los doce días de 1962 durante los cuales la existencia de la humanidad estuvo a un suspiro de acabar, como el David armado de una lancha para derrotar a Fulgencio Batista. El mayor de los Castro Ruz fue el buen alumno de los jesuitas que construyó sobre la piedra de su hermano Raúl su iglesia, el Partido Comunista, el nacionalista que supo que sumarse al bando del socialismo real en la Guerra Fría era la única póliza que aseguraba la independencia tardía de su nación.
Un líder decimonónico para el que esa independencia estuvo siempre por encima de la democracia, un líder del siglo XX que jugó de delantero izquierdo de un proyecto que nunca dejó de ser la proyección global del interés nacional ruso.
Último gran retórico del honor, tal vez haya sido el único junto a Ho Chi Minh capaz de proyectar tanta sombra desde un país de modesta estatura. Su legado definitivo fue salir de escena mucho antes de morir, sin reservarse para sí el papel de titiritero. Su partida, largamente planeada, preserva una nación y un régimen que se desperezan al cambio en vez de asomarse al cataclismo que se devorara a sus viejos camaradas europeos hace 25 años. «