Pedro Pablo Kuczynski, educado en Oxford y Harvard, banquero y norteamericano hasta 2015, asumió la presidencia del Perú en 2016, sólo por dos años. Fue destituido por conexiones con el Lava-Jato. Su vicepresidente, Martín Vizcarra, es ingeniero con posgrado en la ESAN, una escuela de negocios fundada por USAID, y fue destituido luego de dos años de gobierno por el Congreso por «incapacidad moral».
Por unos días, en 2020, también fue presidente Manuel Merino, un terrateniente, que renunció por protestas populares que ya por entonces reclamaban una nueva constitución.
Francisco Sagasti, educado en Pennsylvania y doctorado en Wharton, fue el funcionario del Banco Mundial que inspiró las reformas económicas de Fujimori: designado por el Congreso, duró un año y medio, y protagonizó la catástrofe sanitaria del Perú durante el COVID-19. Vaya inestabilidad política.
En junio de 2021, Pedro Pablo Castillo resultó electo presidente por escaso margen frente a Keiko Fujimori. Castillo es maestro rural y dirigente sindical. Su programa incluyó la generalización de la salud pública gratuita, el ingreso libre a la universidad, la revaloración del magisterio, el restablecimiento del servicio militar obligatorio, pero sobre todo la reforma agraria, la convocatoria a nuevas elecciones y la redacción de una nueva constitución. Todas esas resultaron inaceptables para el establishment peruano.
Por lo tanto, el Congreso peruano acusó a Castillo por hechos de corrupción y liderar una banda delictiva (los guiones de la embajada no parecen originales). Lo importante es defender la constitución de 1993.
Sí, la de Fujimori. ¿Por qué?
Es que este texto consagra la subsidiariedad del Estado en la economía, la flexibilización laboral, la privatización de la seguridad social y de la salud, alienta la educación con fines de lucro, establece una reforma tributaria, asegura el libre comercio exterior, la libre tenencia de divisas, y el igual tratamiento de inversores y empresas nacionales o extranjeros. Los contratos financieros podrán tener legislación extranjera o aceptar arbitrajes en caso de litigio. Esta constitución también concesiona la explotación de los recursos nacionales, sin la posibilidad de intervención legislativa, y limita el derecho de huelga. Así fue posible privatizar Telefónica del Perú, Electrolima, Electroperu, Petroperu, Minero Perú, Centromin, Tintaya (una mina), Petromar, Banco Continental, Sider Perú, Unidades de Pesca y habilitar el extractivismo minero con todas sus consecuencias (uso del agua). Eran los ’90. Ahora caducan algunas concesiones mineras, por lo que no parece el momento para habilitar gobiernos populares. ¡Vaya qué programa!
Quizás el problema central es que esta constitución otorga institucionalidad a la primacía del mercado por sobre la política y la sociedad. Pretende establecer para siempre las pautas del Consenso de Washington, que fueron de un tiempo y un lugar pasados, mediante textos constitucionales que dificultan en extremo cualquier revisión y establecen un sistema de gobierno imposible, como en el Perú, donde el presidente y el Congreso pueden anularse el uno al otro. Esas figuras clásicas de la modernidad, que eran la sociedad como el fondo y la política como la forma, ceden el paso ante la lógica de mercado.
De allí que la decisión de Castillo haya sido la más razonable: nuevas elecciones, nueva constitución. Un intento de la política para recuperar la sociedad. Por eso Castillo está preso, y el mercado impone sus razones con violencia en las calles y en los medios, una vez más. Ahora, con la sublevación del pueblo peruano, es la sociedad civil la que intenta recuperar la política. ¡Vaya qué desafío!