Transferencia. Esa fue la palabra clave del discurso que dio ayer Lula desde el Sindicato de Metalúrgicos en São Bernardo do Campo. A las puertas de la cárcel, el expresidente de Brasil hizo de sus últimas preciosas horas en libertad no sólo un nuevo acto de campaña de cara a las elecciones de octubre, sino un alto en una larga marcha, personal y política, desde la marginalidad hacia la centralidad social y política. Se trató de una ceremonia (no azarosamente, a continuación de una misa católica) para intentar que su demolición personal no sea la demolición de su legado, ni del futuro de su Partido de los Trabajadores.
«Un Lula va preso, pero ustedes serán Lulas que se multiplicarán por todo Brasil» fue el pasaje que sintetizó cómo la cuestión de primer orden ahora es transferir la intención de voto de Lula a otro hombre del PT o de la alianza de izquierda que el partido impulse. Casi a la par de esa preocupación urgente, la necesidad de poner en valor los logros de su gobierno, un legado sin el cual el PT puede quedar sepultado bajo los expedientes que llevaron a la cárcel a Antonio Palocci, Delcídio Amaral y otros de sus (ex) dirigentes de primera línea.
Lula prolongó su pulseada con el juez Sergio Moro, declinando su invitación a presentarse espontáneamente en Curitiba y forzando a la policía a que ponga en práctica lo que el juez ordenó. Sin profugarse, con su paradero conocido con precisión por el mundo entero, Lula se arropó entre la multitud de sus compañeros para no ahorrarle al juez la reiterada escena antipática de llevarse con la fuerza pública al líder más popular del país.
La elección del lugar en el que se produciría esa escena es sin duda el fruto de una decisión bien meditada: volver al punto de partida para arrancar de nuevo. La cuna sindical donde se gestó el liderazgo político de Lula era el único lugar pensable para arengar a una asamblea de los suyos a seguir en marcha, sin él, después de una pausa obligada.
El desafío es formidable. Lula está blindado ante una robusta tasa de rechazo de una parte de la ciudadanía por una formidable tasa de adhesión, pero el PT hoy carece de un atributo parecido. Perdido el sitial de la superioridad ética en los meandros de la financiación ilegal de la gobernabilidad (más que de la política o las campañas), el partido suscita más rechazo y menos adhesión política y emocional que su padre fundador. Más allá de la afirmación de que no tiene sino un «Plan L» para la candidatura presidencial, el PT está obligado a buscar un candidato alternativo y, además, a encontrar el marco de alianzas más potente posible.
En São Bernardo, estuvieron en el palco la precandidata de un aliado fiel, el Partido Comunista del Brasil (PCdoB), Manuela D’Avila, y Guilherme Boulos, precandidato del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), desde 2004 firme opositor a los sucesivos gobiernos petistas. Ausente estuvo Ciro Gomes y otros líderes del Partido Democrático Laborista (PDT) aliado del PT gobernante.
Esas estrellas dibujan la constelación que el PT necesita ordenar, elija el candidato (propio o ajeno) que elija para reemplazar (si se hace definitivamente necesario) a Lula. «
* Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas / Analista Internacional