Sri Lanka está al borde del colapso. La pequeña isla que flota a los pies de la India, conocida como Ceilán hasta principios de los ’70, apenas cuenta con divisas suficientes para importar bienes básicos. Falta combustible, los cortes de luz se multiplican, no llegan medicamentos para los enfermos y escasea la comida. En efecto, la crisis económica se tradujo en desabastecimiento y luego devino en descontento popular e inestabilidad política.
Mahinda Rajapaksa dejó el cargo de primer ministro el 9 de mayo, después de que estallaran movilizaciones masivas. Opositores y partidarios del gobierno se enfrentaron en las calles de la capital, Colombo, donde murieron nueve personas, entre ellas un diputado oficialista. La violencia terminó por convencer a Mahinda. Su hermano, el presidente Gotabaya Rajapaksa, ya venía presionándolo para que renunciara, incluso se negó a reforzar la protección de Temple Trees, la residencia del primer ministro y finalmente le soltó la mano. Si no dimitía, a Mahinda le esperaba un linchamiento seguro.
Las protestas dispararon las disputas de poder dentro del clan Rajapaksa, el más influyente de Sri Lanka, en particular por las malas decisiones que llevaron al desastre. Es cierto que la isla vive en gran parte del turismo y la pandemia paralizó la actividad. Pero también es cierto que el gobierno decretó una rebaja generalizada de impuestos, limitando la recaudación, y más tarde precipitó un programa de agricultura orgánica, aplicado en el peor momento –cuando subían los precios internacionales de las materias primas– y sin un plan de transición.
“No se recurrió a especialistas. La prohibición de importar fertilizantes produjo un desbarajuste, porque Sri Lanka exporta sus cultivos y la falta de divisas le impidió acceder a la compra de combustibles y ciertos alimentos. Ahora el país va a apelar al envío de remesas. Las proyecciones del gobierno no se van a poder cumplir”, dice Sabrina Olivera, coordinadora del Grupo de Asia del Sur del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales, CARI.
Javier Gil Pérez, autor del libro Geopolítica de Asia y el Indo-Pacífico, coincide en que “la agricultura ecológica provocó una caída de la producción, una subida de los precios y una carestía en los alimentos”, y destaca que Sri Lanka “ha perdido su autonomía financiera y en materia de política exterior”. Si acude al FMI, le exigirán “ajustes muy potentes a la población, pero si recibe dinero de China o India, no será gratuito”.
En abril, la inflación llegó al 34% y poco después el país entró por primera vez en default. Pakistán había sido el último de la región en incumplir con los pagos de su deuda, en 1999. El sucesor de Mahinda, Ranil Wickremesinghe, asumió también como ministro de Finanzas y advirtió que la salida será dolorosa. “El clan Rajapaksa está agotado. Lo mejor sería un gobierno de unidad nacional y un acuerdo más amplio, porque Sri Lanka está en un camino de no retorno”, explica el profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid.
Por su parte, la experta en Asia-Pacífico pronostica que “China va a ser uno de los grandes prestamistas” de la isla. Se trata de un escenario riesgoso, ya que Beijing se hizo con el control del puerto de Hambantota por 99 años, luego de que Sri Lanka no pudiera pagarle a la constructora china Harbour Engineering Company. Los Rajapaksa son señalados por el acercamiento a China y, en el mismo movimiento, por comprometer el vínculo con India.
“India es el hegemón de Asia del Sur. A su vez, el gobierno de Narendra Modi desarrolla una política de neighbourhood first (el vecindario primero) y lidera la Asociación Surasiática para la Cooperación Regional”, sostiene. A Modi le preocupa la presencia china en la isla y por eso apuró el envío de arroz, medicinas y petróleo. Si India no cuenta con los recursos para competirle a China, al menos está dispuesta a batallar por su influencia.
Sri Lanka tiene que maniobrar la rivalidad entre los dos gigantes a la vez que intenta estabilizar la situación interna. Una conflictividad prolongada es una amenaza para el país, que 13 años atrás salía de una guerra civil que mató a decenas de miles. El conflicto enfrentó a la mayoría cingalesa con la minoría tamil, procedente de India y asentada en el norte de la isla, por los privilegios de una etnia sobre la otra.
“Los cingaleses ocuparon los lugares de decisión en desmedro de los tamiles, que exigían más derechos e incluso la formación de un Estado propio. Ante el nacionalismo cingalés surgieron los Tigres Tamiles”, indica Olivera en relación con la guerra iniciada en 1983. Gil Pérez apunta que Mahinda emergió como el líder que prometía acabar con la guerrilla tamil. “El conflicto armado acabó en 2009 después de que Mahinda lanzara una campaña militar feroz contra los Tigres Tamiles, cuando se produjeron grandes violaciones a los Derechos Humanos”, asegura.
Mahinda había puesto a Gotabaya a cargo de la defensa y a otros dos de los hermanos en ministerios clave, una jugada que incrementaría el poder político de la familia. La victoria militar sobre los tamiles legitimó la conducción de los Rajapaksa. La isla vivió un período de prosperidad con el fin de la guerra y tras una breve etapa en la oposición el clan volvió al gobierno en 2019.
“En Asia del Sur ha habido grandes clanes familiares que dominaron la política por décadas, desde la familia Bhutto en Pakistán hasta la familia Gandhi en India. A la gente le encantan porque puede reconocerse en estos cambios generacionales”, dice el académico español. Pero los Rajapaksa “no han logrado suturar los problemas entre cingaleses y tamiles”. Si los desacuerdos continúan en la familia, mientras la crisis devora al país, podría acercarse el final de la dinastía y también de una época.