En tres semanas Paraguay tendrá nuevo presidente. A 29 años del final de la dictadura de Alfredo Stroesssner (1954-1989), asumirá Mario Abdo Benítez, «Marito», y todo seguirá como si nada hubiese pasado, exactamente como si nada hubiese pasado después de El Supremo, como llamó Augusto Roa Bastos a quien otros definieron como El Carnicero. Y todo seguirá igual porque en esas tres décadas hubo apenas una brisa de democracia con Fernando Lugo, que fue derrocado, y porque Benítez es lo más parecido a Stroessner que ha parido el partido gobernante en estos años. Lo engendró el Partido Colorado, el mismo de Stroessner y del actual Horacio Cartes, pero fue él quien se modeló a imagen y semejanza del dictador. Por eso, en un país de pobres, su más acabada promesa de campaña enfatizó que «como todos los pobres son peligrosos» mandará a los hijos de madres solteras a hacer el servicio militar, para «darles una mano en los cuarteles».

El pensamiento vivo de Benítez también incluye la aplicación de un duro ajuste, la sanción de leyes más generosas que las actuales para favorecer el desarrollo de las maquiladoras que abastecen a bajo costo a la industria automotriz brasileña, plenas garantías de que no se impondrán retenciones a las exportaciones de soja y carnes, y la promesa hecha a la Asociación Rural del Paraguay de que «en mi gobierno siempre será un hombre consensuado con ustedes el que dirigirá el Ministerio de Agricultura y Ganadería». Nada sobre el combate a la pobreza, sobre la defensa de la educación pública ni de la asignación de mayores recursos a la salud. Que todo eso, y mucho más, viniese acompañado del más elogioso juicio sobre Stroessner no tiene nada que ver con que Benítez sea hijo del único secretario privado que tuvo el dictador durante sus 35 años al frente del régimen, del hombre que transmitía las órdenes a los paramilitares encargados de implantar el terrorismo de Estado. Ningún hijo tiene la culpa de ser «el hijo de», lo grave es que Marito lo reivindica cuando, además, no oculta su admiración por el dictador.

Las políticas sociales no figuran en los planes del heredero del dictador. Nada dijo cuando en los días previos a la elección del 22 de abril le recordaron que el ecólogo Miguel Lovera y otros expertos habían alertado que con la promoción y protección de los agronegocios «es cada vez más concreta la posibilidad de una hambruna en el campo paraguayo». Y nada dijo después, cuando ya electo, el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj) le señaló que «antes de plantear opciones anacrónicas, como esa del servicio militar para los hijos de las madres solteras, tenga en cuenta la ausencia del Estado en áreas críticas». El Serpaj enumeró, y Benítez respondió con el silencio: que el Estado apenas invierte el 3,7% del Producto Bruto Interno en educación, que sólo seis de cada diez jóvenes terminan el ciclo secundario, que sólo el 2% accede a la educación terciaria, que cuatro de cada diez jóvenes de hogares vulnerables de clase media están desocupados, que el 72% de los jóvenes sobrevive en la economía informal, que más de 200 mil no estudian ni trabajan.

En una cumbre contra el hambre a la que convocó la FAO en marzo pasado, en Jamaica, el organismo de las Naciones Unidas dio a conocer cifras alarmantes que muestran que el número de personas que sufren hambre en América Latina aumentó en 2,4 millones entre los años 2015 y 2016, y alcanza ahora a 42,5 millones de seres. Paraguay suma a esos guarismos. Sólo los gobiernos «malditos» escapan a esta realidad (ver recuadro).

Lovera explicó al sitio alternativo E’A, de Asunción, que la crisis rural –presente desde los tiempos de la dictadura, cuando como en Argentina tras la llamada «Campaña del Desierto» se dio tierras a los partícipes del genocidio– se agravó a partir de 1989, cuando se desarticularon las campañas algodoneras y el algodón dejó de ser el eje de la producción exportable. La desaparición paulatina del rubro inició el desembarco del agronegocio. «Durante la dictadura el campesino cumplía un rol central en el proceso productivo. Sin campesino no había algodón de calidad y buen precio de exportación. El sistema explotaba al campesino –agregó Lovera–, que nunca cobraba por el valor real de lo producido, pero no lo ahogaba. Tenía crédito para reiniciar el ciclo, crédito para producir, le garantizaba semilla de buena calidad. El fin de este rol que jugaba el Estado tuvo como objetivo la implantación del agronegocio, deshacerse de los campesinos para facilitar la acumulación de la tierra y hacerlos huir a las ciudades para que fueran explotados de otra manera».

Paraguay muestra cómo se relaciona el avance de un Estado neoliberal con el aumento de la pobreza. En junio, la Dirección General de Estadísticas, Encuestas y Censos (DGEEC) dio cuenta de un incremento del 26,6% al 28,9% entre 2016 y 2017, lo que supone que casi dos millones de paraguayos sean pobres. Esto se agudizó entre los indígenas (el 77% de la población pobre, el 63% de niños indígenas viviendo en esas condiciones). Además, el aumento de la pobreza extrema también es evidente: según la Cepal, pasó del 5,4% en 2016 al 5,7% en 2017. Paraguay es el cuarto país de la región con más alto porcentaje de indigencia (20,5%), detrás de Guatemala, Honduras y Nicaragua.

Además, y pese a que Paraguay es dependiente del sector primario –que genera las tasas más amplias de ocupación (64,2% ante 55,1% de las zonas urbanas)–, es en el entorno rural donde se encuentran las mayores tasas de pobreza (39,7% en 2017). Los ingresos de los trabajadores del campo son notoriamente más bajos y la informalidad, el trabajo forzado y la servidumbre se mantienen como formas de trabajo. Esta precariedad promueve la migración a zonas urbanas y asentamientos. Como si fuera un calco de Argentina, la DGEEC dice que entre el quintil más rico y el más pobre la brecha se amplía: el 40% más pobre sólo dispone del 12,5% de los ingresos, mientras el 10% más rico suma el 37,1% de los mismos. El desempleo llega al 5,3%. Hay un 19% de subocupación, lo que obliga a buscar trabajo en otros países. Todavía se contempla un fenómeno de expulsión forzada, especialmente hacia Argentina, el vecino que no tiene fronteras con ningún gigante que le absorba el hambre. «

Ejemplos

En la 35ª Cumbre contra el Hambre de la FAO, se recordó que en 2015 América Latina se había convertido en un ejemplo, al ser la primera región en cumplir «las metas internacionales de reducción del hambre». Eso ocurrió, se dijo, gracias a las políticas de los gobiernos de Evo Morales, en Bolivia, y la dupla Lula/Dilma Rousseff en Brasil. En el primero, al momento de asumir Morales (2006) la pobreza rural era del 62,9%, para caer al 35,9% en 2015, mientras en el área urbana pasó en ese lapso del 24,3% al 9,9%. Brasil tuvo sus «años prodigiosos» entre 2001 y 2013. La pobreza general cayó del 22% al 8%, mientras que la extrema pobreza bajó del 14% al 3,5%. En esos años el acceso a una alimentación adecuada alcanzó al 98% de los 209 millones de brasileños.