Creer que el drama venezolano se reduce a un Maduro «tirano» y una «democracia impoluta» es de bajo vuelo, además de denotar un idiotismo senil en lo político o periodístico. El drama y sus dilemas son más hondos.
Una prueba de ello es la respuesta de EE UU y sus gobiernos aliados a los resultados electorales del 30 de julio que dieron legalidad y legitimidad a la Asamblea Constituyente, instalada sin violencia el pasado viernes 4 de agosto en el mismo edificio donde sesiona el Parlamento opositor.
Una aspecto del dilema es que si fracasara la Constituyente, Washington potenciaría su actual proceso de recolonización sobre los hombros de Santos, Almagro, Temer, Kusinski, Macri, la OEA, la SIP y los organismos financieros que convirtieron nuestras economías en casinos burdelarios, como advirtió Noam Chomski recientemente.
El chavismo es la fuerza que defiende el último bastión contra esa avanzada imperial. Para impedirlo, la Constituyente deberá asumir todos los poderes y convertirse en soberana, como fuera allende los tiempos para Cromwell y Robespierre, cuando trataban de saltar del oscuro medioevo a la modernidad. Sin la condición de soberanía total, la Constituyente se vaciará de potencia transformadora y disolvería en discursos su capacidad salvadora en medio del drama.
Maduro deberá saltar de los titulares de diarios enemigos a la hidalguía del estadista, deponiendo su propia investidura, como lo hizo Hugo Chávez en junio de 1999, en el poder soberano de la Constituyente, que lo ratificará o no para la tarea histórica y le brindará la opción de concluir su protagonismo en la saga bolivariana, sobre el carruaje de la magna historia, y no bajo el estiércol periodístico nauseabundo de sus enemigos dentro y fuera del país. La presidenta de la Constituyente, Delcy Rodríguez, señaló que esta Asamblea es «la obra máxima de nuestro presidente». Si tuviera que finalizar su mandato con ese título sería un mérito intocable. O lo contrario: podría prolongarlo con nuevos aires hasta diciembre de 2019. En ambos casos sería relegitimado y sacaría de la boca de quienes lo adversan y combaten, el falso argumento de su condena moral.
El mismo poder soberano de la Constituyente instituida y estatuida deberá resolver sobre el Mandato dejado por Chávez al gobierno heredero de Maduro, aquella aciaga noche del 27 de octubre de 2012: «Te lo encargo Nicolás, como si fuera mi propia vida». Rogó la construcción de un Estado Comunal para barrer las basuras del Estado rentista de la IV República. El Estado Comunal no sería el socialismo, sino un camino diagonal a ese objetivo, desde la incuestionable legitimidad democrática de una Constituyente originaria y soberana, capaz de actuar para superar el marasmo en el que hundieron al país los sigilosos poderes fácticos del comercio, las finanzas, el Dólar Today y la propia acción derrochadora de la burocracia estatal. «