Un año antes de su sangriento final, pero cuando la ultraderecha chilena ya amenazaba las libertades, Salvador Allende anticipó que “será cuando el pueblo comprenda que no es desde arriba, sino desde las raíces de su propia convicción, donde habrá de nacer la Constitución que le dará existencia como pueblo digno y soberano”. Lo dijo el 5 de setiembre de 1972, al cierre de un encuentro de la Unidad Popular, cuando explicó que “el reto es hacer una Constitución democrática desde abajo, que resultará de un plebiscito que haremos en setiembre del próximo año”. En la mañana del día 11 de ese noveno mes de 1973, primero los tanques, luego los aviones, descargaron su furia genocida contra el gobierno popular y sepultaron, también, la ambiciosa idea imaginada por el presidente.
Menuda tarea heredó el pueblo chileno. Con la victoria del 25 de octubre pasado dio un primer paso para asumir la responsabilidad histórica de hacer, “desde abajo”, la nueva Carta soñada por Allende. Después de 30 años sin voz, volvió a la política y dijo, fuerte, que esa será la tarea a la que se abocará una constituyente elegida por voto popular. En la etapa abierta hay varias estaciones. El centrismo político, la derecha y la ultraderecha, que han compartido el gobierno y el poder desde que en 1990 los dictadores decidieron un retiro estratégico, debieron ceder a la avalancha juvenil que comenzó en octubre del año pasado. Convocaron al referéndum del 25/10, pero planificaron un camino de escollos que se cerraría en 2022, cuando el texto recién horneado sea plebiscitado.
Hay motivos para estar contentos, escribió un analista del diario mexicano La Jornada. Y advirtió que, de algún modo, aunque ello no significa, y bien lo precisó, descreer de la inventiva y de la energía popular, hay que estar alertas porque no todos los que aprobaron la idea de acabar con la Constitución dictatorial de 1980, “integran un grupo homogéneo”. Recordó, entonces, que una mayoría de los que el 15 de noviembre del año pasado firmaron el llamado “Acuerdo por la paz social y una nueva Constitución”, lo hicieron con el perro mordiéndoles los talones. “La mayoría no reconoce ningún derecho al pueblo mapuche, otros rechazan el rol del Estado en la elaboración de las políticas sociales (salud, educación, vivienda, trabajo, pensiones) o desoyen el compromiso con el medio ambiente”.
Los herederos de la dictadura, los siete gobiernos civiles post 1990, todos sin excepción, saben que no han concedido nada, que reaccionaron en defensa propia cuando el pueblo se les echó encima. Todos, sin sacar ni una coma, mantuvieron la Constitución de la dictadura, profundizaron las reformas neoliberales e impidieron juzgar al general Augusto Pinochet, clausurando las políticas de verdad, justicia y reparación. El perro les mordía los talones, es cierto, pero también que en la disparada no se olvidaron de nada.
La Constitución a desterrar consagró el rol ejecutivo de las FF AA y le dio estado institucional a un modelo económico creado en EE UU por la Escuela de Chicago (Milton Friedman) e impuesto por el Departamento de Estado (Henry Kissinger). Algunos creen que el aparato del poder apuntará a diluir lo militar, manteniendo lo económico, con lo que buscarían transformar el triunfo popular en un acto de cosmética. Poder no les falta. Un 21% rechazó la idea de reformar la Constitución, y ese no es un dato menor. Desde el retiro de los dictadores, los dinosaurios políticos –los “momios”, los apodaron los chilenos– retienen alrededor del 40% de los votos. En el plebiscito del 25/10 se dividieron. Una mitad votó con la mayoría para no cargar con el estigma de una impiadosa derrota. El 21% del rechazo es una derecha enfermiza y poderosa, dominante y dispuesta a todo.
Imaginaron primero que a la hora de postular candidatos independientes, ajenos a las viejas estructuras partidarias, la tarea fuera equiparable a cualquiera de las doce hazañas impuestas a Hércules. El 11 de enero deberán estar inscriptos los aspirantes a constituyentes (155 más 24 plazas reservadas para los pueblos originarios, 179 en total). Para los partidos del establishment es fácil. Para los sin partido la cosa es diferente, es una verdadera proeza, porque sin medios ni aparato deberán reunir tantas firmas como el 0,4% de los electores –miles de personas– que votaron en 2017 en el distrito al que aspiren representar. Después, cuando el 11 de abril de 2021 se instale la Constituyente, cada uno de los puntos de la nueva Carta deberá ser aprobado por los dos tercios de los 179 legisladores. Y, al fin, ya en 2022, habrá un plebiscito de salida, este sí con voto obligatorio.
Faltó recordar que el relato sobre las tareas de Hércules pertenece al bellísimo mundo de la mitología y que, en cambio, los chilenos quedaron enfrentados a una bella y humana tarea de este mundo terrenal: redactar, “desde abajo”, una nueva Constitución “pensada para un pueblo digno y soberano”. «