Con mucha pasión, Albert Camus decía que el periodista es el historiador del instante. Bueno, al menos le podemos perdonar esa pasión, habida cuenta que los periodistas que pueden distinguir los hechos históricos mientras suceden de la simple anécdota no son muchos. Anécdota, por caso, quiere decir «pequeña historia» en antiguo griego.
Por lo tanto, la diferencia entre la gran historia, esa que cambia épocas de signo, y la pequeña historia, esa que es crónica de vanidades, es la diferencia entre un periodista que sabe distinguir lo esencial de lo accesorio mientras el acontecimiento está ahí. No antes, que sería adivinación, no después, que sería repetición, sino durante.
Es todo el desafío y el mérito de la profesión bien entendida, como «el clave bien temperado», era para Bach lo que podemos traducir como el piano bien templado. El teclado en las letras cuyas palabras expliquen los sucesos. La templanza, por demás, es una virtud tan cardinal como escasa.
Sin embargo, hay algunos ejemplos. Pocos, pero los hay. El 20 de septiembre de 1792, un ejército francés compuesto de ciudadanos-voluntarios detuvo en Valmy a los soldados profesionales de Prusia, por entonces considerada la primera potencia militar de Europa. No fue una gran batalla, pero Goethe, presente en el campo, escribió que «en este día y en este lugar nace una nueva época para la humanidad». Más cerca de nosotros, Scalabrini Ortiz recuerda el 17 de octubre de 1945 como un momento en que «la historia estaba pasando junto a nosotros y nos acariciaba suavemente como la brisa fresca del río».
Desde hace demasiadas décadas, tal vez desde el auge del neoliberalismo, la actividad periodística parece haber consistido en explicar a priori las bondades del modelo monetarista y a posteriori las causas del fracaso de esa economía, nunca responsable de los desastres que provoca. Así, será demasiado grande el Estado, los sindicatos demasiado fuertes, los populismos demasiado presentes, demasiados vagos y planeros. Esa ideología de la desmesura ha emparentado una política económica como una religión, cuyos voceros periodísticos obran como sumo sacerdotes y los economistas liberales como gurúes.
Tomemos como ejemplo el desmantelamiento del Estado de Bienestar en Europa a partir de los años 80 del siglo pasado. No fueron muchos los pensadores que advirtieron que con la privatización de lo público comenzaba la disgregación de la sociedad civil. Este inicio de un nuevo ciclo de acumulación capitalista ya no iba por las inversiones industriales y la conquista de los mercados, con sólidas economías internas o regionales (la Comunidad Económica Europea) basadas en la economía real, buenos salarios y aumento de la productividad, con gobiernos socialdemócratas o social-cristianos. Volvía la renta financiera, que monetizó los activos públicos en la bolsa de valores. La desregulación generalizada y global del sector financiero habilitó la timba por sobre cualquier otra actividad. Ese casino fue presentado como el modelo que habría de solucionar todos los problemas. No fue así. Los resultados de la era Thatcher en el Reino Unido muestran que logró aplastar a los sindicatos, pero falló en instalar el «capitalismo popular» que pregonaba. Las privatizaciones de los servicios públicos y las empresas públicas no «empoderó» a los británicos convertidos en pequeños accionistas, sino que más bien los empobreció. El acceso a la vivienda, antes regulado por el Estado y los municipios, pasó a manos privadas: adiós al sueño de la casa propia o del alquiler accesible. La desindustrialización alimentó la desocupación y el declive de los sindicatos. La desregulación también alcanzó el sector educativo, con la introducción de mecanismos de mercado en y entre las escuelas.
La lista es larga… Digamos que el militarismo volvió a resurgir con la Guerra de Malvinas, ese crimen colonial británico que les devolvió el gusto por la rapiña en Afganistán, Irak o Libia. El principal legado neoliberal de Thatcher fue la transformación de una sociedad integrada en un conjunto de individuos sin proyecto, cuyo Brexit marca al fin de los ideales colectivos. Ahora los gobiernos son administrativos, ya sean liberales de izquierda o de derecha.
Por eso en el rol que Albert Camus le asigna al periodista, creemos que analizar los hechos pasados es tan importante como identificar los factores actuales que pueden favorecer a la sociedad argentina o que significan amenazas inminentes.
La Patria no viaja en Falcon verde.