Puertas afuera, el calor abrasador no parece desanimar a los miles de turistas que, a pleno sol, comparten largas filas para ingresar al Vaticano. A unos pocos metros, en Santa Marta, su abultada agenda se cumple paso a paso. Algún que otro movimiento parece anunciar que está por llegar. Francisco, su Santidad, el Papa argentino, uno de los líderes que hoy marca la agenda social y política del mundo, viene caminando con una sonrisa radiante.
Se lo nota recuperado. Consciente de todas las transformaciones instrumentadas durante sus nueve años de papado y con una mirada a largo plazo acerca del futuro de la humanidad, de la fe y de la necesidad de respuestas nuevas. Al ingresar juntos al salón, todo está dispuesto para una histórica charla con la agencia nacional de noticias Télam, que transcurrirá durante un hora y media. Sé que en esta tarde de junio estoy viviendo un momento excepcional y único.
Francisco, usted fue en la pandemia una de las voces más importantes en un período de muchísima soledad y miedo. Supo catalogarla como las limitaciones de un mundo en crisis en lo económico, social y político. Y en ese momento dijo una frase: «Nunca se sale igual de una crisis, se sale mejor o se sale peor». ¿Cómo cree que estamos saliendo? ¿Hacia dónde nos dirigimos?
No me está gustando. En algunos sectores se ha crecido, pero en general no me gusta porque se ha vuelto selectivo. Fijate, el solo hecho de que África no tenga las vacunas o tenga las mínimas dosis quiere decir que la salvación de la enfermedad también fue dosificada por otros intereses. Que África esté tan necesitada de vacunas indica que algo no funcionó. Cuando digo que nunca se sale igual, es porque la crisis necesariamente te cambia. Más aún, las crisis son momentos de la vida donde uno da un paso adelante. Está la crisis de la adolescencia, la de la mayoría de edad, la de los 40. La vida te va marcando etapas con las crisis. Porque la crisis te pone en movimiento, te hace bailar. Y uno tiene que saber asumirlas, porque si no lo hacés las transformás en conflicto. Y el conflicto es algo cerrado, busca la solución dentro de sí y se destruye a sí mismo. En cambio, la crisis es necesariamente abierta, te hace crecer. Una de las cosas más serias en la vida es saber vivir una crisis, no con amargura. Bueno, ¿cómo vivimos la crisis? Cada uno lo hizo como pudo. Hubo héroes, puedo hablar de lo que acá tenía más cerca: los médicos, enfermeros, enfermeras, curas, monjas, laicos, laicas que realmente dieron la vida. Algunos murieron. Creo que en Italia murieron más de sesenta. Dar la vida por los demás es una de las cosas que apareció en esta crisis. Los curas también se portaron bien, en general, porque las iglesias estaban cerradas, pero llamaban por teléfono a la gente. Hubo curas jóvenes que les preguntaban a los viejitos qué necesitaban del mercado y les hacían las compras. O sea, las crisis te obligan a solidarizarte porque todos están en crisis. Y de ahí se crece.
Muchos pensaban que la pandemia marcaría límites: a la extrema desigualdad, a la despreocupación por el calentamiento global, al individualismo exacerbado, al mal funcionamiento de los sistemas políticos y de representación. Sin embargo, existen sectores que insisten en reconstruir las condiciones previas a la pandemia.
No podemos volver a la falsa seguridad de las estructuras políticas y económicas que teníamos antes. Así como digo que de la crisis no se sale igual, sino que se sale mejor o peor, también digo que de la crisis no se sale solo. O salimos todos o no sale ninguno. La pretensión que un solo grupo salga de la crisis, por ahí te puede dar una salvación, pero es una salvación parcial, económica, política o de ciertos sectores de poder. Pero no se sale totalmente. Quedás aprisionado por la opción de poder que hiciste. Lo transformaste en un negocio, por ejemplo, o culturalmente te fortaleciste en el momento de la crisis. Usar la crisis para el propio provecho es salir mal de la crisis y, sobre todo, es salir solo. De la crisis no se sale solo, se sale arriesgando y tomando la mano del otro. Si no lo hacés, no podés salir. Entonces, ahí está lo social de la crisis. Esta es una crisis de civilización. Y ocurre que la naturaleza también está en crisis. Recuerdo que hace unos años recibí a varios jefes de gobierno y de Estado de los países de la Polinesia. Y uno de ellos decía: «Nuestro país está pensando en comprar tierras en Samoa, porque dentro de 25 años quizás no existamos porque está creciendo mucho el mar». No nos damos cuenta, pero hay un dicho español que nos tiene que hacer pensar. Quédense tranquilos que Dios perdona siempre y nosotros, los hombres, perdonamos de vez en cuando, pero la naturaleza no perdona nunca. Se la cobra. Vos usás la naturaleza y se te viene encima. Un mundo recalentado también nos saca de la construcción de una sociedad justa, fraterna. Está la crisis, la pandemia y el covid famoso. Cuando yo estudiaba, lo que más te causaban los virus «corona» era un resfrío. Pero luego fueron mutando y pasó lo que pasó. Es curiosísimo lo de la mutación de los virus, porque estamos ante una crisis viral, pero también una crisis mundial. Una crisis mundial en nuestra relación con el universo. No vivimos en armonía con la creación, con el universo. Y lo abofeteamos a cada rato. Usamos mal nuestras fuerzas. Hay gente que no se imagina el peligro que hoy vive la humanidad con este recalentamiento y manoseo de la naturaleza. Voy a contar una experiencia personal: en 2007 estaba en el equipo de redacción del Documento de Aparecida (por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, llamada Conferencia de Aparecida por la ciudad brasileña en que se realizó, en 2007) y entonces llegaban las propuestas de los brasileños hablando del cuidado de la naturaleza. «Pero estos brasileños, ¿qué tienen en la cabeza?», me preguntaba en aquel momento, no entendía nada de esto. Pero me fui despertando de a poco y ahí me vino la inquietud de escribir algo. Con los años, cuando viajé a Estrasburgo el (entonces) presidente (de Francia) François Hollande mandó a recibirme a su ministra de Medio Ambiente, quien en aquel momento era Ségolène Royale. En un momento me preguntó: «¿Es verdad que usted está escribiendo algo sobre el ambiente?». Cuando le dije que sí, me pidió: «Por favor, publíquelo antes de la Conferencia de París». Entonces, me volví a reunir con los científicos que me dieron un borrador, después me junté con los teólogos, que me entregaron otro borrador, y así salió el «Laudato si». Fue una exigencia para crear la consciencia de que estamos abofeteando a la naturaleza. Y la naturaleza se la va a cobrar. Se la está cobrando.
En la encíclica «Laudato si» advierte que muchas veces se habla de ecología, pero separándola de las condiciones sociales y de desarrollo. ¿Cuáles serían esas nuevas reglas en términos económicos, sociales y políticos, en medio de lo que ha llamado una crisis de civilización y con una Tierra que, además, dice «no doy más»?
Está todo unido, es armónico. No podés pensar a la persona humana sin la naturaleza y no podés pensar a la naturaleza sin la persona humana. Es como aquel pasaje del Génesis: «Crezcan, multiplíquense y dominen la Tierra». Dominar es entrar en armonía con la Tierra para hacerla fructificar. Y nosotros tenemos esa vocación. Hay una expresión de los aborígenes del Amazonas que me encanta: «el vivir bien». Ellos tienen esa filosofía del vivir bien, que no tiene nada que ver con nuestro porteño «pasarla bien» ni con la «dolce vita» italiana. Para ellos se trata de vivir en armonía con la naturaleza. Acá hace falta una opción interior de las personas y los países. Una conversión, diríamos. Cuando me decían que «Laudato si» era una linda encíclica ambiental, les contestaba que no, que se trataba de «una encíclica social». Porque no podemos separar lo social de lo ambiental. La vida de los hombres y las mujeres se desarrolla dentro de un ambiente. Me viene un dicho español, espero que no sea demasiado guarango, que dice «el que escupe al cielo, en la cara se le cae». El maltrato a la naturaleza es un poco esto. La naturaleza se la cobra. Repito: la naturaleza no perdona nunca, pero no porque sea vengativa, sino porque ponemos en marcha procesos de degeneración que no están en armonía con nuestro ser. Hace unos años me quedé helado cuando vi la foto de un barco que había pasado por el Polo Norte por primera vez. ¡El Polo Norte navegable! ¿Qué quiere decir esto? Que los hielos se están destruyendo, se están disolviendo, por el calentamiento. Cuando se ven esas cosas, tenemos que frenarnos. Y son los jóvenes los que más lo perciben. Nosotros, los grandes, estamos mal acostumbrados, «no es para tanto» decimos o, simplemente, no entendemos.
Los jóvenes, como señala, parecen tener una mayor conciencia ecológica, pero da la sensación que, muchas veces, es segmentada. Hoy se observa menor compromiso político, e incluso a la hora de votar la participación es muy baja entre los menores de 35 años. ¿Qué les diría a esos jóvenes? ¿Cómo ayudar a reconstruirles la esperanza?
Ahí tocaste un punto difícil, que es el descompromiso político de los jóvenes. ¿Por qué no se comprometen en política, por qué no se la juegan? Porque están como desanimados. Han visto -no digo todos, por Dios- situaciones de arreglos mafiosos y de corrupción. Cuando los jóvenes de un país ven, como se dice, que «se vende hasta a la madre» con tal de hacer un negocio, entonces baja la cultura política. Y por eso no quieren meterse en política. Y sin embargo los necesitamos porque son ellos los que tienen que plantear la salvación a las políticas universales. ¿Y por qué la salvación? Porque si no cambiamos de actitud con el ambiente, nos vamos todos al pozo. En diciembre tuvimos un encuentro científico-teológico sobre esta situación ambiental. Y recuerdo que el jefe de la Academia de Ciencia de Italia dijo: «si esto no cambia, mi nieta que nació ayer va a tener que vivir dentro de 30 años en un mundo inhabitable». Por eso le digo a los jóvenes que no es solo la protesta, también deben buscar la manera de hacerse cargo de los procesos que nos ayuden a sobrevivir.
¿Considera que parte de la frustración de algunos jóvenes hace que sean seducidos por discursos de odio y opciones políticas extremas?
El proceso de un país, el proceso de desarrollo social, económico y político, necesita de una continua revaloración y un continuo choque con los otros. El mundo político es ese choque de ideas, de posiciones, que nos purifica y nos hace ir juntos adelante. Los jóvenes tienen que aprender esta ciencia de la política, de la convivencia, pero también de la lucha política que nos purifica de egoísmos y nos lleva adelante. Es importante ayudar a los jóvenes en ese compromiso socio-político y, también, a que no les vendan un buzón. Aunque hoy día, creo que la juventud está más avivada. En mis tiempos, no nos vendían un buzón, nos vendían el Correo Central. Hoy están más despiertos, son más vivos. Yo confío mucho en la juventud. «Sí, pero qué sé yo, no vienen a misa», me dice por ahí un cura. Yo contesto que hay que ayudarlos a crecer y acompañarlos. Después, Dios le hablará a cada uno. Pero hay que dejarlos crecer. Si los jóvenes no son los protagonistas de la Historia, estamos fritos. Porque ellos son el presente y el futuro.
Hace unos días usted hablaba de la importancia del diálogo intergeneracional.
Sobre esto me quiero permitir una cosa que siempre me gusta destacar: tenemos que reinstaurar el diálogo de los jóvenes con los viejos. Los jóvenes necesitan dialogar con sus raíces y los viejos necesitan darse cuenta que dejan herencia. El joven cuando se encuentra con el abuelo o la abuela recibe savia, recibe cosas y se las lleva adelante. Y el viejo, cuando se encuentra con el nieto o la nieta, tiene esperanza. (Francisco Luis) Bernárdez tiene un verso muy lindo, no sé de qué poema, que dice: «Todo lo que el árbol tiene de florido le viene de aquello que tiene soterrado». No dice «las flores vienen de allá abajo». No, las flores están arriba. Pero ese diálogo de arriba a abajo, de tomar de las raíces y llevar adelante, es el verdadero sentido de la tradición. También me impresionó una frase del compositor Gustav Mahler: «La tradición es la garantía del futuro». No es una pieza de museo. Es aquello que te da vida, siempre y cuando te haga crecer. Otra cosa es el ir hacia atrás, eso es un conservadurismo malsano. «Porque siempre se hizo así, yo no me juego por un paso adelante», razonan. Quizás esto necesite más explicación, pero voy a lo esencial del diálogo de los jóvenes con los viejos, porque de ahí se toma el verdadero sentido de la tradición. No es tradicionalismo. Es la tradición que te hace crecer, es la garantía del futuro.