Muy delicadamente, cuando se refiere a un alguien que ha cometido delitos y estos han sido probados, en lugar de definirlo como un delincuente, una tácita alianza entre la Academia y el mundo judicial opta por llamarlo convicto. Tal es el caso de Donald Trump, el primer delincuente/convicto en la historia de Estados Unidos al que los norteamericanos eligieron para que sea el futuro ocupante de la Casa Blanca, la residencia más codiciada del mundo.

Entre tantos otros delitos, Trump debería pagar primero sus condenas por evasión fiscal, fraude empresarial, promoción de la prostitución, intento de golpe de Estado, ocultamiento de documentos oficiales secretos y compra de testigos. Todo eso y mucho más es el nuevo presidente de la gran potencia.

Allá ellos que lo votaron, exclamaron muchos dirigentes y medios americanos una vez confirmados los resultados de la elección del martes. Un algo de razón podrían tener, pero el real problema es que el convicto tomará decisiones que afectarán al mundo entero. Con ironía, expresiones populares europeas se han preguntado por qué todos los pueblos del mundo no tienen derecho a votar en Estados Unidos. Lo cierto es que, por los carriles por los que anduvo la campaña electoral, antes que los norteamericanos serán los americanos, y los centroamericanos en particular, los primeros en sentir los efectos de las políticas fascistas que saldrán de Washington, como dijo el senador progresista Bernie Sanders.

“Créanle”, tituló escuetamente el The New York Times un editorial previo a la elección. Antes había ordenado las amenazantes propuestas del jefe republicano: deportación anual de un número no menor al millón de inmigrantes; habilitación de campos de concentración para hacinarlos previo a la deportación en sí; uso de la fuerza militar para exterminar a los mexicanos sospechosos de integrar carteles de la droga e impulsar un paquete de medidas proteccionistas para limitar las disposiciones del North American Free Trade Agreement (NAFTA), el tratado de integración conformado por Canadá, Estados Unidos y México. Todo esto comprende la plataforma de Trump, además de la amenaza de perseguir judicial y militarmente al «enemigo comunista interno» y censurar la bibliografía de uso escolar.

En Estados Unidos, cuando se habla de inmigrantes se habla en realidad de mexicanos y, en menor medida de los americanos llegados del llamado Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador). Si Trump pusiera en marcha su motosierra, estos países, y en especial México, serían los que más sufrirían esta novedosa forma de injerencia en sus asuntos internos. Ignorando lo que pasaría en su propio país, la idea de Trump de deportar un mínimo de un millón/año de inmigrantes, generaría problemas del orden de una gran depresión, pero el freno en el envío de remesas a sus comunidades de origen, el retorno de los trabajadores a sus países y la abrupta caída de exportaciones sería devastador en países como México, señaló un estudio de la Universidad de California.

Según el académico Raúl Hinojosa, director del estudio de la universidad californiana, todo México sufriría, con picos en los estados cuyos inmigrantes en Estados Unidos alcanzan los índices mayores: Zacatecas –69% de su población económicamente activa (PEA) emigró hacia el norte–, Guerrero (67%), Oaxaca (63%) y Michoacán (61%). Según datos oficiales, sólo el dinero que llega a través de las remesas representa alrededor del 14% del producto bruto interno de esos cuatro estados. Si Trump cumpliera a rajatabla (nada lo hace dudar) con su plan, México –y la situación se reproduce en el Triángulo Norte– perdería no sólo las remesas, sino que debería generar empleo para los deportados. Vale preguntarse, preocupadamente, qué pasaría si de pronto, y de una vez, regresara el 50% de la PEA.

Las políticas de intromisión que no se animaron a aplicar ni Trump en su primer mandato (2017-2021) ni el actual Joe Biden, tienen una tercera pata. Mientras presiona con la posible revisión del NAFTA, el republicano amenazó con sancionar a las empresas norteamericanas radicadas en Centroamérica y que ocupan mano de obra local, y promete incentivos para que regresen. Y, lo más grave, anunció que si México no cierra su frontera a los migrantes, «les pondremos muchos soldados allí» y aplicará aranceles del 25% a las exportaciones mexicanas, que podrían estirarse hasta el 75%. Sin dar explicaciones, en lo que parece ser una constante del nuevo extremismo, del fascismo, Trump dijo que “esta es la respuesta que les damos, porque México nos está estafando a diestra y siniestra”.

Al igual que tantos líderes nacidos en estos tiempos y extendidos por todo occidente, Trump sabe usar el insulto y la ignorancia para exacerbar a las masas –desbocado, durante la campaña insistió en que los inmigrantes “sobran aquí, sólo los mandaron para envenenar nuestra sangre”–, pero ignora hasta la realidad de su propio país, opinaron economistas citados por la agencia AFP. Para ellos, las medidas expuestas aumentarán la deuda y la inflación. “Sin inmigrantes –dijeron– la población disminuiría dramáticamente”. Quienes llegaron a trabajar alcanzaron a 47 millones en 2023, el 14,3% de la población de Estados Unidos, y México es el primer país de origen. Son 10,6 millones de personas que equivalen al 23%. El año pasado los inmigrantes aportaron al fisco norteamericano casi una sexta parte de sus ingresos, algo así como 580.000 millones de dólares.

El día previo a la elección el diario mexicano La Jornada recordó cómo las instituciones del país –Ejecutivo, Congreso, Justicia, prensa– tienen índices de desaprobación nunca vistos y para graficar la decadencia imperante citó al ex presidente Jimmy Carter (1977-1981), para quien “la corrupción política actual no tiene igual en el mundo occidental, donde los más ricos pueden invertir montos ilimitados en una elección, para componer lo que llamamos un sistema de soborno legalizado” (Elon Musk aportó más de 75 millones de dólares a la candidatura de Trump y sorteó un millón diario entre los votantes republicanos). Durante la campaña hubo temas tabú, como las 47 millones de familias que viven en la indigencia.

O los 14 millones de niños hambrientos. O el nuevo fenómeno de la degradación republicana: “las muertes por desesperanza”, las víctimas de las sobredosis, el alcohol y los suicidios.