“El único modo de predecir el futuro es organizarse y hacer que, eso que quieres, ocurra.”
Antonio Gramsci
La posibilidad de que haya un regreso a gobiernos de corte progresista en América Latina genera expectativas en millones de ciudadanos de nuestra Patria Grande. ¿Pero cuán realistas son tales expectativas cuando en el mundo se consolida el avance de posiciones reaccionarias y hasta de ultraderecha?
Con excepción de Cuba, Venezuela, Nicaragua y México –que con sus particularidades (virtudes y defectos) se ofrecen como alternativas soberanas frente a la pretensión renovada de Estados Unidos de conservar su hegemonía en la región–, no parece haber condiciones para que el retorno de gobiernos progresistas implique un cambio sustancial en las condiciones de vida de la enorme mayoría de los latinoamericanos.
La historia de los años recientes hace evidente que la rotación entre gobiernos reaccionarios y progresistas forma parte de una aceitada maquinaria de control que el imperialismo, aliado con las oligarquía vernáculas, ha logrado imponer.
Agotado –exitosamente– el mecanismo de los golpes de Estado cívico-militares pro-oligárquicos, una democracia que se agota en sus aspectos formales se ha transformado en un instrumento eficiente para conservar el statu quo.
Más allá del discurso y de medidas paliativas que disminuyen en distinto grado –ninguno suficiente–, las carencias abrumadoras del pueblo siguen predominando.
Progresistas y pro-oligárquicos
Las estructuras política, económica y social no cambian significativamente entre un gobierno progresista y uno pro-oligárquico. La función que en su momento ejercían las FF AA a sangre y fuego pasó a estar en manos de mercenarios de la prensa, de la intelectualidad orgánica y de responsables de aplicar justicia. Aparatos mediático y judicial han sido puestos al servicio de la oligarquía de una forma contundente, efectiva e implacable.
Son muchos los factores por abordar para desarrollar una explicación de la situación política en nuestra Patria Grande –siendo el de México un fenómeno peculiar, que abordaré en otras líneas–, pero ante las limitaciones de espacio voy a referirme al que considero el más importante: la diferencia entre los objetivos de las fuerzas reaccionarias y de las progresistas.
Mientras para la oligarquía se trata de una lucha por el poder real, sin limitaciones éticas, económicas, legales…, para los progresistas se trata de la convivencia democrática, actuando en el marco de lo “políticamente correcto”.
Un buen ejemplo es el caso de Argentina. El último acontecimiento relevante de la historia política argentina, opino, fue el golpe cívico-militar pro-oligárquico de 1976. El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional hizo honor a su nombre. Con la excusa del combate a la subversión, el objetivo fue eliminar físicamente a las vanguardias del nacionalismo popular y revolucionario de sectores sociales estratégicos, como el intelectual, el laboral, el económico…
Tal vez la política más determinante para garantizar la vigencia del Proceso durante décadas sea la más desconocida, o la menos abordada: la política cultural.
El objetivo fundamental fue estigmatizar y frivolizar el ejercicio de la política, al convertirla en un espectáculo, a los “políticos” en faranduleros y al pueblo en espectador. El desarrollo exponencial de los instrumentos de comunicación potenció el resultado.
Tan rotundo fue el éxito de esta política de despolitización de la sociedad, que en 1983 el Proceso se dio el lujo de ceder el gobierno sin entregar el poder real: instauró una democracia meramente formal y logró que uno de los civiles afines al Proceso, Raúl Alfonsín, resultase presidente. En 2001 resurgió de las cenizas la partidocracia que el pueblo repudió. En 2015, por primera vez la oligarquía hizo presidente a uno de los suyos, sin golpe; en 2019 consiguió que la principal representante popular, Cristina Fernández, no fuera candidata.
El poder
Pensar que la democracia se reduce a lo electoral o que gobierno y poder son sinónimos son graves errores. El hecho de que Lula resulte nuevamente presidente de Brasil, por ejemplo, no garantiza que vayan a registrarse grandes cambios.
Si analizamos retrospectivamente la evolución de los ciclos de gobiernos progresistas y pro-oligárquicos, puede concluirse que las condiciones estructurales de la sociedad no cambian significativamente; al mismo tiempo, que con el correr de los años el sector pro-oligárquico gana terreno. Sin la politización de la sociedad para asumir su responsabilidad de protagonismo, es imposible un cambio de régimen. Un pueblo “empoderado” no es el que delega responsabilidad y decisión en un “líder” o “conductor”. Sí lo es el que elige representantes entre sus pares y de manera crítica exige y garantiza que éstos cumplan sus decisiones colectivas. Pero no basta con votar y gobernar: se trata de dar batalla por el poder real, que tiene décadas en manos de las oligarquías en nuestra Patria Grande.