Las horas de Theresa May en el 10 de Downing Street estaban contadas desde hace meses, pero ella no quería -o no podía- dar el brazo a torcer. Había llegado al poder tras la renuncia de David Cameron, envuelto en un entuerto que él mismo había creado como la consulta popular sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión europea, y el liderazgo del Partido Conservador había quedado por el piso. Irse significaba tirar la toalla, bajarse del ring sin al menos dar pelea. Pero la señora que alguna vez soñó con ser la primera mujer en ocupar el cargo de jefe de gobierno británico tuvo que anunciar este viernes que se va irremediablemente el 7 de junio. Muchos de los tiburones que a su alrededor olfateaban sangre ahora se lanzan a una lucha feroz para determinar quién habrá de conducir los destinos de la nación en medio del caos generado por el Brexit y el enfrentamiento con el organismo de integración continental.
May, nacida Theresa Brasier, hija de un vicario de la iglesia de Inglaterra -esa que fue creada en 1534 por Enrique VIII para divorciarse de Catalina de Aragón sin rendir cuentas a Roma- usa el apellido de su marido desde que se casaron, allá por 1980. Se habían conocido en la Universidad de Oxford, donde fueron presentados en una fiesta por la que luego sería primera ministro de Pakistán, Benazir Bhutto, asesinada en 2007, y desde entonces conforman una sólida pareja que, como no pudieron tener hijos, tienen todo el tiempo disponible para que cada uno se ocupe a full de lo que más le interesa. Él, Phillip May, al mundo de las finanzas, ella a la política.
Desde que comenzó a militar en el partido tory, se propuso ser la primera mujer en gobernar la nación. Pero le ganó de mano Margaret Thatcher, en 1979. Libriana, como la Dama de Hierro -Thacther del 15 de octubre de 1925, Theresa del 1 de octubre de 1956- también tenía que ser una mujer dura y sin concesiones, como mandan reglas tácitas para manejarse en un mundo tradicionalmente regido por hombres.
Pero los tiempos no eran los mismos, Cameron le dejó un campo minado y ella terminó envuelta en lágrimas.
Porque el hasta entonces líder conservador, que había llegado al poder en una alianza con el partido Liberal Demócrata en 2010, no tuvo mejor idea cinco años después que apostar a un referéndum para determinar si Gran Bretaña quería continuar en la Unión Europea. En medio del avance de los denominados «euroescépticos», a raíz de una fenomenal crisis económica que se iba extendiendo por el continente, era una forma de tranquilizar los ánimos dejando la decisión en las urnas. En 2014 el intento separatista escocés había sido ahogado en una consulta popular, ¿qué podría salir mal?
Sin embargo, la derecha eurófoba logró imponer el Brexit, el no a la UE, el 23 junio de 2016 por 52 a 48%. Luego se sabría de la actividad de la consultora Cambdrige Analytiuca en la difusión de fake news en los redes sociales y la manipulación de datos, en una operación ligada a los intereses de los grupos neoconsevadores internacionales cercanos a Steve Bannon, el que fuera asesor de Donald Trump. Pero ya era tarde.
El adalid de aquella liga antieuropea fue Nigel Farange a través del UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido), una agrupación xenófoba y ultranacionalista que atribuye los males de los ciudadanos británicos a los extranjeros que emigran a las islas y a las relaciones no beneficiosas con los socios continentales.
Ahora podría decirse que Farange lo hizo nuevamente.
May intentó vanamente desde que tomó el cargo hacer un acuerdo con Europa que no fuera demasiado desastroso para los intereses británicos. Ella, que había militado por permanecer, terminó defendiendo el Brexit como política de estado en defensa de lo que en el Reino Unido es una marca de distinción: si los ciudadanos votaron por irse, hay que respetar la decisión democrática.
Pero en Bruselas no se la hicieron fácil. Es que tanto Cameron, hasta que se fue en octubre de 2016, como ella, aplicaron en estas negociaciones otra característica muy británica como es sacar ventaja de toda oportunidad que se presente. Con sorna, en la capital belga decían que Cameron hacía como un tipo que va solo a un club de swingers.
Con ese mismo nivel de acidez, ahora aducen que los ingleses son como quien dejó de fumar pero pide un puro. Por eso de que se van pero no terminan de irse. Y a May le llegaron a decir que sus propuestas eran «nebulosas», lo que generó una fuerte réplica al presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker.
En estos tres años, May llevó tres iniciativas diferentes a Bruselas. Desde una separación pero con un mercado común abierto y la posibilidad de veto ante decisiones europeas que no les resultaran convenientes, a plantear un frontera abierta en Irlanda del Norte, un puñal clavado en medio del archipiélago ya que deberían retornar controles militares a una región que a duras penas conserva la paz entre el Ulster británico y la Irlanda independiente, que no piensa en irse de la UE.
Entre tanto devaneo, y como en Westminster le rechazaron cada uno de los acuerdos preliminares que pudo alcanzar en el continente, la Dama de Hierro II se tiró a la pileta y en el 2017 adelantó elecciones. No le fue como esperaba y quedó en minoría en el parlamento. Otra jugada equivocada de los tories que debilitó más al sesquicentenario partido.
A principios de año Theresa May superó dos embates contra su cargo. Uno de su propio partido y otro de los laboristas, que de la mano de Jeremy Corbyn ven la posibilidad de volver a Downing Street. Así transcurrieron el 29 de marzo, primera fecha para la separación, y el 15 de abril, la segunda oportunidad. La primer ministro logró una ampliación del plazo hasta el 31 de octubre. Por esa razón, y contra toda lógica, los británicos a votaron este jueves para elegir 71 representantes al Europarlamento.
El resultado no se conocerá sino el domingo a la noche, cuando cierren todos los países. Lo que adelantan las encuestas en boca de urna es que el nuevo sello electoral de Farange, el Partido del Brexit, obtendría el 37% de los sufragios, los laboristas el 21% y los Liberal Demócratas el 12%. Los conservadores, en el mejor de los casos, rondarían el 10%, la peor elección en su historia. El golpe al bipartidismo que rige desde el fin de la segunda guerra mundial es catastrófico.
May se va el 7 de junio y no hoy, entre otras cosas, porque el 3 alguien tiene que recibir a Donald Trump en su visita oficial. La convención de los tories estaba planeada para el 15.
Antes, ya salieron a disputarse el cargo varios dirigentes conservadores. En el sistema británico, el partido que gana la elección elige a quien los representará y será la reina quien convocará para formar gobierno. Boris Johnson ya se está peinando su díscolos cabellos rubios para la foto. Es el más controvertido de los candidatos de los que figuran en esa lista. Con posiciones homófobas y racistas, fue dos veces alcalde de Londres y es lo más parecido a un Trump, incluso físicamente, que podría encontrase en las islas.
También entran en este selecto grupo Dominic Rabba, ex secretario del Brexit; Matt Hancock, ex secretario de Salud; o incluso Jeremy Hunt, ex secretario de Relaciones Internacionales.
En la mira tienen a Bruselas y a Corbyn, que con un planteo de izquierda antineoliberal viene sumando adeptos en el laborismo.