Lula da Silva vuelve al gobierno y como siempre que un pobre se divierte, diría el Gaucho Martín Fierro, «nunca faltan encontrones». Estuvo divertido la primera vez, cuando por esas cosas del destino coincidió con Néstor Kirchner Hugo Chávez y armaron aquella fiesta de los primeros años del siglo, a la que luego se sumaron Evo Morales, Tabaré Vásquez, Rafael Correa y Fernando Lugo.
Perseguido como el personaje definitorio de la idiosincrasia argentina escrito por José Hernández –de cuya publicación se cumplieron hace poco 150 años– este obrero metalúrgico que cuando un juez lo quiso chucear en una indagatoria declaró como profesión «tornero mecánico». Y ya había sido dos veces presidente de Brasil, y había logrado construir no solo un gremio y un partido político de masas sino un camino para otro mundo posible, como decían aquellos encuentros en Porto Alegre al despuntar el siglo. Pero eligió ese, el título logrado con tanto esfuerzo en su juventud. Y hablemos de meritocracia.
Como a Fierro, a Lula un juez y un sistema que rechazan la diversión del pobre lo sacaron de juego tanto a él como a su sucesora, Dilma Rousseff. No les fue mejor al cura paraguayo, al economista ecuatoriano y al dirigente cocalero boliviano. Con tal de acabar con la fiesta, apelaron a golpes y persecuciones. Lo que deja en claro que por las buenas no hubieran podido. Una suerte similar corre en Argentina la vicepresidenta.
Este 1 de enero vuelve al Planalto el hombre que como buen metalúrgico, tiene fierro en la sangre. Para volver tuvo que armar alianza, hacer concesiones, juntar cabezas que apostaran a derrotar a la ultraderecha. ¿Es una vuelta como la de Fierro? Resultaría tan tentador asimilar a ambos personajes…
Lo que si queda claro es que ante la inminencia del regreso de Lula da Silva, no faltaron encontrones para advertirle que si antes no la tenía fácil, ahora están dispuestos a hacérsela imposible. El golpe contra Evo en noviembre de 2019, unas semanas antes de que Alberto Fernández asumiera su cargo, tenía un sentido similar. Marcar la cancha, mostrar de qué son capaces y de qué viene la cosa. La arremetida de la derecha boliviana desde hace meses, comandada por el gobernador de Santa Cruz, Fernando Camacho tenía ese sentido.
Camacho es aquel que en un éxtasis místico ingresó en el Palacio Quemado con una Biblia en la mano y se arrodilló frente a una bandera de Bolivia desplegada en el piso. Líder racista de una región que abomina de las raíces indígenas del pueblo boliviano, es uno de los responsables de las atrocidades cometidas en el interinato de Jeanine Añez. En su terruño es imbatible electoralmente. En las calles sus esbirros lucen una violencia comparable solo a los grupos nazis de entreguerras. La fiscalía boliviana lo acusa de aquel golpe y de los paros que organizó ahora contra el gobierno de Luis Arce bajo la excusa de la fecha para el censo de población.
Unas semanas antes, los poderes fácticos terminaron de concretar el golpe contra Pedro Castillo en Perú. No lo querían dejar asumir en julio de 2021 y no lo dejaron gobernar. Como en Bolivia hace tres años, la represión desatada por la interina Dina Boluarte se ensañó con quienes apoyaban a este dirigente docente de sangre indígena y hubo un reguero de muertes. Si uno se pusiera a hilar fino, podría sumarse a este rosario de advertencias los últimos fallos judiciales contra Cristina Fernández y el de la Corte Suprema a favor de la ciudad de Buenos Aires. Muy oportunas decisiones para aguar la fiesta popular por el triunfo del seleccionado argentino en Qatar.
Este domingo habrá fiesta en Brasil, pero los bolsonaristas no se fueron. Seguían en las puertas de los cuarteles exigiendo que los militares no dejen asumir a Lula. El último gesto de Jair Bolsonaro fue la designación del nuevo jefe del Ejército. Se dice que con acuerdo de las autoridades que llegan. En todo caso, una señal preocupante de malestar en la institución que fue el principal sostén de Bolsonaro. El sostén armado. Y que no se fueron. «