El marketing que cobija a Luis Lacalle Pou cruzó el río y, de este lado, los argentinos ven con envidia al gobierno del presidente uruguayo. Se lo elogia si sale de compras con sus hijos y se lo elogia si sale a vender los bienes que el Estado generó, cuidó y desarrolló a través de su breve historia de dos siglos. De este lado, Lacalle es hermoso cuando deja que el viento despeine su implante y es leal protector cuando ampara al jefe de sus custodios, Alejandro Astesiano, un delincuente implicado en mil causas y en el tráfico de documentos oficiales. Es claro, en Uruguay todo pasa en términos directamente proporcionales a sus dimensiones. Las estafas nunca superan la imaginación y nada asombra donde se pueden llevar 200 mil dólares en el bolsillo o tener tres millones en Miami y otros paraísos fiscales.
Para los amantes de los índices y de la caída del riesgo país, que no contemplan una ojeada política de la realidad que vaya más allá de sus narices, poco importa que el censo recién conocido diga que la población está estancada, y no llega todavía a los 3,5 millones de habitantes que todo el mundo imaginaba. Poco importa, o de eso no se habla, que la inversión extranjera directa –un buen indicador para los seguidores del modelo económico de Lacalle– se haya desplomado un 31% en el año. Y que a las puertas de un recambio presidencial, los partidos que serán democráticamente relevados del gobierno permitan que sus dirigentes empiecen a imaginar un futuro turbulento o, al menos, sospechoso de no practicar las buenas costumbres de las que Lacalle y su troupe no son el mejor ejemplo.
Hay un habla común en Argentina y otros países de la región que no es de uso en Uruguay. Por ejemplo: “Si aparezco en una cuneta ya saben hacia dónde apuntar e investigar”. Así, textual, lo dijo la fiscal retirada Gabriela Fossati, la magistrada que tuvo a su cargo la causa que investigó –casi en modalidad exprés y de resolución acordada– al jefe de la custodia de Lacalle, guardián de la seguridad del presidente desde sus años de la adolescencia. Fossati acusó de su imaginario crimen al ex fiscal general (su antiguo jefe) y futuro subsecretario general de la Presidencia, Jorge Díaz, nada menos que el segundo en la escala ejecutiva del gobierno que el progresista Yamandú Orsi inaugurará el 1/3/2025. Desde los años de la dictadura (1973-1985) no se recuerda ningún asesinado que haya terminado en una cuneta.
La senadora Graciela Bianchi se sumó a la imaginativa Fossati y en un acto claramente desestabilizador señaló que “Díaz es parte de una trama para consagrar la impunidad de los corruptos” (ver aparte). Fossati es un caso quizás único en el Poder Judicial uruguayo. Fue denunciada (nunca por Díaz) cuando mal investigó, o investigó parcialmente, a Astesiano. Al día siguiente de sorprender al país con un arreglo negociado con el delincuente, renunció a la fiscalía. Simultáneamente adhirió al Partido Blanco del presidente, donde le ofrecieron una opción legislativa en las elecciones de noviembre. Algo la disgustó y en días, apenas, en un gesto poco común en la política local, dejó a los blancos para irse al Partido Colorado, el enemigo histórico ahora amigo en la necesidad de la derecha de acabar con el progresista Frente Amplio. Nada de esto necesitan envidiar los argentinos.
Como los escándalos que para Uruguay son grandes resultan casi anecdóticos cuando se cruza el río, el buen marketing impide la divulgación de los mil hechos de corrupción que, ahora sí, sumados, sirven para limar las instituciones. En 7 de los 19 departamentos en los que se divide el país, los siete gobernados por intendentes blancos, la corrupción es una constante. Hay delitos de todas las especies, desde el robo de ganado, el contrabando, la desaparición de dineros del Estado, el sometimiento a la esclavitud en propiedades rurales, hasta otros que superan lo aberrante o caen en un grotesco que, si no fuera por tratarse del uso abusivo, y hasta estúpido, de los recursos públicos, podrían llevarse al Álbum Guiness.
En el departamento oriental de Cerro Largo, en la frontera con Brasil, el intendente José Yarramendi fue apenas amonestado por contrabando de materiales de construcción para las obras de ampliación del Estadio Municipal de Fútbol. Allí, un alcalde fue penado con cinco años de cárcel por violar a una anciana de 83 años y otro por abuso sexual de menores. En el centro, en Lavalleja, se debate todavía por la entrega directa de una obra sin certificación ambiental. Se trata de un cartel a la entrada de Minas, la capital departamental (122 km al este de Montevideo). El cartel, que “nos hará conocidos en el mundo”, al decir de la intendenta Adriana Peña, llevará sólo la palabra Minas. Cada letra tendrá 15 metros de altura (cinco pisos de un edificio) y 70 metros de ancho (tres cuartos de cuadra). Será superior al cartel indicador de Hollywood, que tiene 13 por 106.
Todo se da, y quienes buscan desestabilizar al futuro gobierno lo saben muy bien, en medio de un complejo contexto político. Cuando los retirados militares de “Patria o Muerte” se dirigieron a las bases del ejército y al cuerpo de policías para reclamarles que “acaben con los resabios de los zurdos, los tupas (los tupamaros) y los comunistas enquistados en el aparato del poder” y piden la liberación de los condenados por delitos de lesa humanidad, cuando el gobierno puso en marcha un programa de reequipamiento de las Fuerzas Armadas y, sobre todo, cuando desde los organismos rectores de la educación pública se plantea una solapada revisión de la Historia y se instruye a los docentes para “librar la batalla cultural” en la que, para el gobierno de Lacalle Pou, el terrorismo de Estado pasó a ser “una suspensión de las garantías constitucionales de los ciudadanos”.
De Fadol a la Lilita sin crucifijo y las fuerzas del mal que llegan de la URSS
La política uruguaya también tiene sus bichos raros. Tiene, y siempre los tuvo, como aquel memorable blanco –Fadol 47– que acumulaba votos para el bisabuelo del presidente Luis Lacalle Pou, un eterno y frustrado candidato presidencial. Antonio Fadol enchastró con tiza y carbonilla los baños públicos de Montevideo con una repetida consigna: “Para que de las canillas salga leche”. No fue convincente. No le fue bien. Eso sí, tampoco le hizo mal ni a nadie ni a las instituciones. Ahora, con Lacalle Pou, surgió un nuevo bicho raro. Se llama Graciela Bianchi, es senadora y es una de las piezas fuertes del gobierno en la Cámara Alta. Periódicamente se desbarranca y entonces, a diferencia de Fadol, se vuelve dañina. Ya está tratando de desestabilizar al futuro gobierno que presidirá el progresista Yamandú Orsi.
Como Fadol, es experta en el enchastre, pero en lugar de ocuparse de los baños de los bares ataca a las personas, a cuanto opositor se le aparece. Obligado a definirla, alguna vez a un redactor de Tiempo se le ocurrió decir de ella que es “algo así como una Elisa Carrió sin crucifijo”. En los hechos es una admiradora de la argentina, aunque ella no ha navegado por tantos ríos partidarios. En los últimos días andaba de capa caída, golpeada por la derrota en las presidenciales del 24/11, hasta que dos motoqueros se la cargaron y le robaron la cartera y el teléfono celular. Otras dos figuras del gobierno –el ministro de Trabajo y una diputada– habían caído en las mismas garras. El paquete ambientó el último exabrupto de la senadora: son comandos entrenados en el exterior, dijo.
“El ministro Pablo Mieres, la diputada María Eugenia Roselló y Bianchi, tres dirigentes de la coalición de gobierno, atacados en el curso de un mes, y a los tres les llevaron el celular. ¿Están juntando data para futuros carpetazos?”, escribió un fanático en X y Bianchi le puso “Me gusta”.
“Pero quedemos tranquilos –precisó–, no hay nada que ocultar, este es el modus operandi de fascistas y comunistas. Algún día entenderemos que estamos frente a grupos políticos con mucha plata, entrenados en la URSS, Cuba, Venezuela, la ETA y con servicios de inteligencia y contrainteligencia propios”. Bianchi le dijo al diario El País que no cambiará el discurso “por más que se venga marzo (cambio de mando) y vamos a tener que estar preparados para cosas complejas”. Golpismo puro, y consentido.
En 2019 y repetidamente, Elisa Carrió denunció –y el tiempo la desmintió– que Montevideo se convirtió en “ciudad-base” de la inteligencia iraní, que en la capital uruguaya se tramó el atentado contra la AMIA. Luego, fue más precisa en una entrevista con TN: “Las bases de la inteligencia iraní –dijo– están en parte en Brasil, en Montevideo y en la Triple Frontera”. En el clímax del delirio, precisó que “los diplomáticos de Irán en Uruguay y Argentina se reúnen en Buquebus porque allí nadie los escucha”. A Bianchi le fascinaron los dichos de Carrió y desde aquel entonces repite su “formidable revelación”. Ahora, “para que se preste atención, hay que hacer la trazabilidad de lo que estoy diciendo y ojo, la realidad –¿el robo del telefonito?– me muestra que desgraciadamente tengo razón y vamos a tener que estar preparados”.