La guerra habla. No, no nos referimos aquí a la guerra de las palabras, ese relato sobre el conflicto que cada una de las potencias involucradas pueden construir a través de los medios de comunicación que dispone o maneja, y más que nunca en las “redes sociales”, que son un campo tan libre de expresión como la pequeña propiedad en un universo latifundista. Esa guerra de las palabras argumenta para cada cual lo bien fundado del uso de la violencia, ya que hace una guerra justa, porque necesaria. O eso parece: cada caso es particular y las generalizaciones son vanas, según el combate responda a mandatos divinos, decisiones políticas o cuestiones económicas, a menos que siempre sea una combinación desigual entre esas tres dimensiones. No. Acá hablamos de las palabras de la guerra. Veamos dos ejemplos históricos.

Blaise de Monluc (1500-1577) fue un militar francés que combatió a los protestantes durante las guerras de religión del siglo XVI. Acerca de la campaña que condujo en 1562, afirmó con tristeza que tuvo que proceder no sólo con rigor, sino que también con crueldad: “un ahorcado impacta más que cien muertos”. William T. Sherman (1820-1891) era un general norteamericano durante la guerra de secesión (1861-1865). Dijo odiar tanto la guerra que quería terminarla lo más rápido posible, lo que implicaba inéditos niveles de violencia. Así es como el incendio de la ciudad de Atlanta (1864) y la devastación que realizó Sherman durante la marcha hacia el mar significaron la derrota estratégica del sur separatista. Vemos entonces que hay una gramática bélica, independiente de la propaganda, pero que sigue las reglas de la comunicación. Digo lo que hago, hago lo que digo.

El pensador Harold Lasswell (1902-1978) dirigió la sección de comunicación de guerra en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos de 1939 a 1945. También dicen que le escribía discursos a Roosevelt. Como sea, definió a la propaganda bélica como “el control de la opinión mediante símbolos significantes” cercanos a la manipulación de masas. “Una manera conveniente de describir un acto de comunicación”, escribe Lasswell en 1948, “es la que surge de la contestación a las siguientes preguntas: ¿Quién dice? ¿Qué dice? ¿Cómo dice? ¿A quién? Y, ¿con qué efecto?”. En términos de la situación de guerra en Gaza, la contestación a las cinco preguntas sería algo como: quién, Israel; qué, devastación; cómo, guerra total; a quién, gazatíes; efecto, genocidio. En el teatro ucraniano, el quién es la OTAN, el qué es desgastar a Rusia, el cómo es el enfrentamiento convencional, el a quién es al mundo multipolar y el efecto es una guerra sin fin. Algo que ni Monluc ni Sherman hubieran deseado jamás.

Sin embargo, los rusos también hablan (en general en ruso, por suerte existe el traductor de Yandex). Es así como el 25 de septiembre, Vladimir Putin decidió adaptar la doctrina del uso de armas nucleares por parte de la Federación de Rusia. Una doctrina es una palabra hecha carne a través de la acción, como bien lo sabemos los peronistas (aunque pocos lo practican). Están los principios que presiden una doctrina, sin los cuales no habría identidad posible, lo que cambia es la instrumentación, sin cuya adaptación a las condiciones existentes no habría posibilidad de victoria. “En la versión actualizada”, dijo Putin, “una agresión contra Rusia por un Estado no-nuclear, pero con la participación o la ayuda de un Estado nuclear será considerado como un ataque conjunto contra la Federación de Rusia”.

Hasta entonces, la doctrina establecía que el uso del arma atómica estaba reservado a las situaciones en las cuales la existencia de la Nación estuviese comprometida. Pero en este caso, Rusia “se reserva el derecho de usar armas nucleares en casos de agresión, incluso si el enemigo al usar armas convencionales representa una amenaza crítica a la soberanía”. Estas declaraciones anuncian que la tentación de occidente en proveer y autorizar ataques misilísticos tierra adentro de Rusia por parte de Ucrania tendrá una respuesta nuclear, al menos desde el punto de vista táctico, con lo cual la guerra tendrá un fin rápido, tan desagradable como sangriento para Ucrania, ese testaferro local de occidente. En el esquema citado, quién es Putin; qué es la defensa de la soberanía rusa; cómo es con el arma nuclear; a quién es a la OTAN y con qué efecto es la disuasión: no lo hagan, será peor. Eximio especialista de Freud y de Marx, Harold Lasswell diría en términos barriales que llegó la hora de bancar los trapos.