El 7 de marzo, Donald Trump recibió a su par brasileño Jair Bolsonaro en la mansión que el norteamericano ostenta en el Mar-A-Lago Club de Palm Beach, unos 100 kilómetros al norte de Miami. Fue el tercer encuentro entre ambos y el objetivo declarado era el “ajuste” de la estrategia a seguir para derrocar a Nicolás Maduro e “imponer” –así decía la información oficial– la democracia y las libertades en Venezuela. Pero mucho se habló también, dijeron los voceros, del plan brasileño para la construcción de cárceles de gestión privada y de la visita que al día siguiente llevaría a Bolsonaro hasta la sede del Comando Sur, la rama militar ejecutiva responsable de las operaciones de Estados Unidos en América Latina. Allí, como cierre de la visita, se firmó un acuerdo sobre defensa que incluye desde las cuestiones operativas hasta el desarrollo del mercado de las armas.
La generalización del régimen de cárceles privadas no parecería ser un tema central, ni lateral, en el diálogo entre dos estadistas, dos mandatarios, porque se trata apenas de Trump y Bolsonaro. Sin embargo, si se da crédito a lo dicho por uno de los asesores de la Casa Blanca cuando se refirió al nuevo encuentro entre ambos, ese fue uno de los puntos tratados. En Washington es público que las dos grandes empresas privadas que gestionan 136 cárceles del país fueron financistas de la campaña que llevó a Trump a la presidencia. Ahora, ellos habrán pensado que siempre es bueno tener cerca a un amigo generoso, aunque lo suyo no sea ni amistad ni generosidad. Ocurre que en su lucha contra las drogas y contra Venezuela, Bolsonaro y sus ministros han dicho reiteradamente que entregarán al sector privado su plan de construcción y gestión de cárceles.
La sola firma de un tratado militar entre la todavía mayor potencia del mundo y el gigante sudamericano sería más que suficiente para medir la dimensión del encuentro, pero los propios actores se encargaron de bastardearlo. “Este es un acuerdo histórico, es un gesto inocultable de la decisión común de enfrentar regionalmente amenazas como la que supone Venezuela”, señaló el almirante Craig Stephen Faller, responsable del Comando Sur. En la visita anterior de marzo de 2019, y ahora lo recordaron el propio Bolsonaro y los ministros Sergio Moro (Justicia) y Tarcisio Gomes de Freitas (Infraestructuras), ambos países firmaron un acuerdo de cooperación policial con el fin de “compartir información sobre la actuación de grupos criminales y terroristas”, y Brasil dio a Estados Unidos los detalles del plan de privatización del sistema carcelario.
Bolsonaro, Trump y el almirante Faller hablaban de guerra, intervenciones y presidios en la misma jornada en la que en el mundo se recordaba el Día de la Mujer y, coincidentemente, Radio Miami emitía un informe sobre la situación de las cárceles privadas en Estados Unidos, donde los pobres en general, los migrantes, los negros y las mujeres –y consecuentemente sus niños– son las mayores víctimas. Las cárceles son un negocio “multibillonario”, dijo ese día un analista cubano de Radio Miami (ver recuadro).
Cuantos más presos hay, mejor funciona el negocio. En las últimas cuatro décadas (1980-2019) el número de presos en las cárceles norteamericanas se cuadruplicó, para totalizar 2,3 millones de personas. A ellas habría que agregar otros 5 millones que están en régimen de libertad condicional. En ese mismo período, la población carcelaria femenina creció 17 veces, pasando de 13.400 a 231 mil. Una legión de 2,7 millones de niños cuyos padres o madres están en prisión, y ellos abandonados por el Estado, se prepara en la más absoluta marginalidad de la calle o de los tugurios de las decenas de Bronx que crecen en Estados
Unidos, para engrosar las listas que algún día animarán la crónica del delito. Y seguirán sumando sus miserias al negocio de Corrections Corporation of America y el Grupo Geo, que sólo por el “hospedaje” y la comida que les dan a los presos recibe 3500 millones de dólares.
Negocios turbios y trabajo esclavo
A fines de 2008 el BNP Paribas anunció que, desde ese momento, cesaba la financiación de las actividades de los dueños de cárceles privadas de Estados Unidos. De tal forma, el primero de los tres grandes de la banca francesa se desligaba de un negocio turbio al que estuvo atado desde sus orígenes. Durante ese año, en Luzerne, un ignoto condado de Pensilvania, en el noreste norteamericano, se sustanció uno de los negocios más turbios de la historia judicial del gran país. Se lo conoció como el “kids for cash” (niños por dinero), un procedimiento por el que miles de adolescentes eran sometidos a procesos fraudulentos.
En no más de dos minutos, y sin abogado defensor, se los sometía a juicios exprés al cabo de los cuales, invariablemente, eran enviados a prisión. Según los fiscales, los jueces recibían sobornos millonarios de los propietarios de las cárceles. El falso proceso marcaba el inicio de un negocio fenomenal. Primero, porque antes de quedar libres esos chicos debían pagar por su “estadía” en prisión, como si se tratara de un hotel, tal como les cobraba la dictadura uruguaya a sus prisioneros políticos. Segundo, porque eran empleados como mano de obra barata por la que las multinacionales pagaban, por jornadas de diez horas, nunca más de 2,30 dólares por día.
Justin Rohrlich, un investigador del negocio carcelario, dio en World in Review del 29 de noviembre la lista de algunas de las empresas beneficiarias del trabajo esclavo. Entre ellas están los padres de las estrellas de la guerra: McDonnell Douglas–Boeing, fabricante de los caza F-15; General Dynamics–Lockheed Martin, productor de los F-16; Bell, creador del helicóptero Cobra (sus estridentes motores identifican la banda de sonido de Apocalypse Now) y de los misiles Patriot, que enloquecen a todo el Medio Oriente; y los instrumentos láser del vehículo de combate Bradley de la BAE Systems Land. Otros fabrican chalecos antibala, uniformes, partes de cañones antiaéreos, rastreadores de minas y equipos electro-ópticos para la japonesa Kónica-Minolta y elementos varios para American Airlines. Y también los sancochos que se sirven en los comederos de las cárceles.