Fue una prestación acorde con el personaje. Encaramado en el atril de la 79ª Asamblea General de las Naciones Unidas, Javier Milei predicó ante sillones vacíos: “porque donde entra el comercio, no entran las balas – decía Bastiat – porque el comercio garantiza la paz, la libertad garantiza el comercio y la igualdad ante la ley garantiza la libertad”. Encadenar tales conceptos en una misma oración –comercio, paz, libertad- como la trinidad del libertarianismo no sólo atrasa, sino que es mentira. Según el economista suizo Paul Bairoch (1930-1999), el 37% del PBI generado por Europa consistía en comercio exterior en 1914, cuesta imaginar mayor interrelación externa que las economías de ese continente en ese tiempo. ¿La guerra es imposible? Sin embargo, un año después estaban en las trincheras.
Luego cita al “Leviatán de múltiples tentáculos”. Es raro para quien aspira a ser de religión judía atribuirle tentáculos al Leviatán, ya sea descripto como una serpiente, como un dragón o como una ballena: ninguno tiene tentáculos. Pero la falta de cultura es así: confundió al Leviatán de las escrituras con el Ctuhlhu de Lovecraft. Pero el horror no se detiene allí. En efecto, apela a Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos desde 1913 a 1921, cuya diplomacia idealista y amateur sentó las bases de la segunda guerra mundial a través del Tratado de Versalles (1919). “Quien quiere hacer de ángel”, decía Blas Pascal, “termina haciendo de bestia”. Hay algo de Wilson en Milei, cuando apela al creador y a las leyes naturales como si toda construcción humana no fuera histórica, es decir de un lugar y un tiempo. Habla como si las acciones que comete no tuvieran consecuencias, amparadas que están en una revelación divina inaccesible a los profanos. Poco de Malvinas, nada del reclamo por los atentados terroristas sufridos en suelo patrio, Milei denunció a Rusia, arrugó con China (el miedo no es zonzo) defendió a Israel y sobretodo abandonó a la neutralidad argentina. Sí, sí, lo dijo.
“A partir de este día, sepan que, la República Argentina, va a abandonar la posición de neutralidad histórica que nos caracterizó y va a estar a la vanguardia de la lucha en defensa de la libertad”. Si la “lucha en defensa de la libertad” es una generalización abstracta donde caben todo y nada a la vez, con poca articulación con la realidad, el abandono de la neutralidad significa algo concreto: nos convierte en beligerantes. Mientras todavía podemos consultar el diccionario de la RAE, el significado no deja lugar a dudas: “Dicho de una nación, de una potencia, que está en guerra”. ¿Esas cosas no deberían pasar por el Congreso? ¿Qué Congreso? Ah, cierto, Milei tiene la suma del poder público.
Con la solicitud presentada para que Argentina sea “socio global de la OTAN”; con el ingreso en junio al “Ukraine Defense Contact Group (UDCG), una coalición internacional de 54 países que coordina la ayuda humanitaria y militar a Ucrania” (así dice el website del Ministerio de Defensa); con la entrega de Fabricaciones Militares a Estados Unidos para abastecer guerras ajenas (conferencia bilateral con el embajador Stanley en junio); la compra de aviones F16 a Dinamarca, inofensivos para los británicos que ocupan Malvinas, útiles para Ucrania; el “acuerdo” entre David Lammy, secretario del Foreign Office y Diana Mondino, que ignora el reclamo nacional sobre Malvinas y vuelve a poner a disposición vuelos, logística y facilidades a la potencia ocupante, queda patente el abandono de la neutralidad que en diversos momentos a lo largo de la historia supieron preservar conservadores, radicales y peronistas. Milei necesita de la guerra externa en nombre de la Argentina -un país que desconoce- para disciplinar a la sociedad argentina- un pueblo que desprecia.
¿Con quién entraremos en guerra primero? ¿Rusia? ¿Irán? ¿Líbano? ¿China? Ah, no, China no. No por ahora. ¿Quizás patrullar contra los hutíes de Yemen con lo que nos queda de Armada Argentina el estrecho de Bab-el-Mandeb, allá a las puertas del Mar Rojo, a doce mil kilómetros de distancia? Bueno, será lo que decida la OTAN.
El régimen imperante en Argentina ha decidido que entremos en la actual guerra mundial. Ha cedido realidades concretas a cambio de aseveraciones abstractas. Ninguna a favor del interés nacional. Es el precio de confundir la diplomacia con el “cosplay”, ese juego de disfraces donde todos fingen ser algo que no son. Ni serán. Como decía Talleyrand, quien fuera ministro de relaciones exteriores de Francia hace dos siglos, “en política, lo único peor que el crimen es el error”.