Decirles “cholitas” a las cholas bolivianas para intentar suavizar con el eufemismo del diminutivo el modo racista en que durante mucho tiempo fue empleado ese término me hace ruido. Un poco porque usar el diminutivo es aceptar de alguna manera que “chola” es y será un término peyorativo y, sabemos, los sentidos se disputan en el lenguaje. Y otro poco porque me parece que un diminutivo no le hace justicia a la fuerza y la grandeza de estas mujeres que han hecho prevalecer su identidad, sus raíces y su cultura frente al odio, el desprecio y el lugar relegado al que los blancos las sometieron durante siglos.
Ellas son las cholas, las mujeres mestizas de Bolivia, que a fuerza de resistencia y férrea convicción de su identidad, pasaron de estar destinadas a las tareas serviles a tener un lugar en la clase media boliviana y ocupar cargos de poder en el gobierno, además de controlar un buen porcentaje de la economía a través de la comercialización local de alimentos.
Con sus bombines coronando su origen, sus típicas mantas, sus trenzas largas y perfectas, sus polleras de infinitos colores y con sus hijes en las espaldas colgando de sus aguayos, son la imagen más típica que se graba en las retinas de quienes hemos visitado La Paz. Pero son tanto más que una imagen.
La ministra de Justicia, Celima Torrico, es chola. La de Agricultura, Julia Ramos, es chola. La gobernadora de Chuquisaca, Savina Cuéllar, es chola. Hay cholas diputadas y senadoras. Hay cholas juezas. Y cholas bloggeras y youtubers, como Yola Mamani, que se hace llamar “la chola bocona” como forma de responder a los siglos en los que las mandaban a estar calladas y obedecer.
En enero de este año, un grupo de cholas hizo historia por haber alcanzado la cima del Aconcagua y sin resignar ni una sola de sus coloridas polleras. Su imagen recorrió el mundo. Lidia Huayllas, Dora Magueño, Analía Gonzáles, Elena Quispe y Cecilia Llusco hicieron historia pero también hicieron símbolo. El símbolo de llegar a lo más alto de América, cuando parecían condenadas a lo más bajo. El símbolo de superar las adversidades, el de no conformarse nunca con el destino que parecía que les había otorgado la historia. Porque lo sabían, no era “la historia”. Era los blancos, los extranjeros, la clase alta boliviana que despreció durante siglos a los indios y que venían a sacudirles la Biblia en la cara y a desconocer a la Pachamama, como lo hace hoy la autoproclamada Jeanine Añez. Y mientras los políticos opositores sacuden la Biblia y los militares sacuden las armas, los Estados Unidos ya se relamen pensando en el litio que duerme bajo la madre tierra andina.
Pero las cholas saben de resistencia y de lucha. Saben de transformar el racismo y la discriminación en orgullosa reivindicación de su identidad. Lo saben porque tuvieron un gobierno plurinacional que después de más de 500 años, las reconoció, las representó y también las incluyó. A ellas y a más de la mitad de la población boliviana que vio con Evo Morales como por primera vez uno de ellos gobernaba su tierra y les daba acceso a lo que nunca habían tenido.
En estos días tan dolorosos para nuestra querida Bolivia, que la fuerza de las cholas ayude a vencer una vez más a los fantasmas que hoy agitan biblias manchadas de sangre en suelo boliviano.