A principios de año, la revista londinense Al Majallah presentaba el legado churchilliano en medio oriente. Parece que fue en octubre de 1896, durante una misión en lo que hoy serían las fronteras entre Pakistán y Afganistán, que Winston Churchill con apenas 23 años descubrió oriente. Desde el principio, la admiración por las ciudades quedaba balanceada por el odio de los nativos hacia la administración británica, ya que la única manera de entrar en una ciudad sin que lo escupan era subido a lomo de elefante, como le escribió a la madre. Criado en el espíritu de Kipling acerca de “la dura tarea del hombre blanco”, bien valía soportar esos escupitajos con tal de cumplir el deber de llevar la colonización al mundo. “Espero intensamente el momento en que pueda ver a la civilización de nuevo, luego de contemplar la mísera barbarie de este país», también le escribiría a mamá. Admiración y desprecio hacia el mundo árabe, dos peldaños más cerca de la incomprensión. En 1899 publicó “The River War” acerca de la guerra en Sudán contra un levantamiento popular: “los musulmanes como individuos pueden mostrar excelentes cualidades. Miles de ellos son bravos y leales soldados de la Reina; todos saben cómo morir. Pero la influencia de la religión paraliza el desarrollo social de aquellos que la practican”.

Ya como funcionario, tanto desde la Sub-secretaría de Estado para las colonias (1905-1908) como desde el Almirantazgo (1911-1915), Churchill desarrollará cierta afición al “orientalismo”. Es él quien impone la idea de “medio-oriente”, acuñada en 1902 por Mahan, antes que el concepto francés de “oriente próximo”. Antes de la Primera Guerra Mundial, mandó calcular la cantidad de musulmanes en el imperio británico, para darse cuenta que contenía la mayoría de los creyentes, seguido luego por Turquía. Sobre esa base trató de establecer lazos con Istambul: “Turquía tiene mucho para ofrecer. Somos el único poder que puede ayudarla y guiarla”, sostenía por entonces. Un sueño que quedara hundido en el barro de las trincheras, así como la propia carrera política cuando ocurrió el desastre del ataque aliado sobre Gallipoli en 1915 –en los Dardanelos turcos- 1915, una idea de Winston. Por eso al final de la guerra, Churchill propuso la ocupación internacional de Turquía para mantenerla “débil y desdentada”.

Algunos años antes, los aliados occidentales habían logrado reunir a los pueblos árabes con la promesa de concederles la independencia si luchaban contra el imperio turco. Ya existía por entonces el acuerdo secreto Sykes-Picot  de 1916, que acordaba el reparto de los restos del imperio otomano entre Francia y el Reino Unido de lo que debía ser la gran nación árabe, además de la Declaración Balfour (1917) acerca de las garantías británicas para formar un hogar nacional judío en Palestina, de público conocimiento. Los árabes cumplieron con la parte del compromiso asumido, lo que está reflejado en modo épico en la cinta “Lawrence de Arabia” (1962), donde Peter O’Toole le pone la cara a la traición occidental.

Como Secretario de Estado para las colonias, Churchill es el encargado de legalizar el despojo durante la conferencia de El Cairo de 1921. Esta queda materializada en la ocupación de Siria y el Líbano que quedan bajo “mandato francés”, mientras que el “mandato británico” rige desde Palestina hasta la frontera de Irán. Como hay que compensar a algunos líderes árabes, al menos de manera simbólica, aparecen países que no existían, como Irak, y en las propias palabras de Winston “de un plumazo de mi lapicera cree Jordania, un domingo a la tarde”. Ese romanticismo será poco apreciado por los árabes, que se rebelan contra la dominación colonial desde Damasco hasta Bagdad. Aquel ejército de Lawrence será destruido por los propios aliados que lo alentaron, tropas francesas allí, británicas por acá, en una represión en la cual el propio Winston alentará el uso de armas químicas “como un experimento contra los árabes recalcitrantes”, “estoy fuertemente a favor de usar gas venenoso contra las tribus incivilizadas”, decía. Según Noam Chomsky (World Orders, Old and New, 1996) y Jonathan Glancey (The Guardian, 19 de abril de 2003) estas armas fueron usadas en el Irak de entonces para masacrar a los rebeldes, y de paso a las familias. Nada como el terror.

Cuando los palestinos le solicitaron a Churchill que repudiara la Declaración Balfour y detuviese la inmigración judía, Winston les contestó: “no está en mi poder ni en mi deseo hacer tal cosa”. Para el Secretario de Estado para las colonias existían tres tipos de árabes: los beduinos, confiables; los comerciantes urbanos de las ciudades, a vigilar; y lejos, muy lejos quedaban los campesinos de Palestina. Es sobre el mapa dibujado por Churchill que se desarrollará la historia posterior de la región hasta el presente. Ahora que asistimos a un rediseño geopolítico de la región, recordemos la advertencia de Glancey, para quien occidente siempre prometerá libertad, democracia y pluralismo a cambio de petróleo, comercio y sumisión. La “civilización”… ¿con sangre entra?