Queda claro que el sistema electoral estadounidense, útil para mantener los privilegios de las clases dominantes desde sus orígenes, cruje por todos los costados y cada vez se le hace más difícil “venderse” como modelo de democracia, lo que deja pedaleando en el aire a sus admiradores de todo el mundo. Le pasa a Jair Bolsonaro y las derechas regionales que acosan a Venezuela, Nicaragua, Cuba; a la UE, que pontifica en exrepúblicas soviéticas; a quienes fustigan a Irán, Rusia, China. Hasta Luis Almagro fue ridiculizado por su papel en Bolivia.
Porque una cosa es triunfar en las urnas y otra ganar en el colegio electoral. Salvo en la reelección de George W. Bush en 2004, desde 1988 los republicanos no tienen mayoría popular. Entre los demócratas, solo Barack Obama llegó a la Casa Blanca con más sufragios que su oponente. Incluso Bill Clinton, en 1992, tuvo minoría.
La lentitud del conteo habla de un sistema electoral diseñado para trabar el voto popular. Así hizo con los afrodescendientes durante 100 años. Creó salvaguardas para que la política sea una administración -por algo se denomina así a cada presidencia- y no un modo de incidir en la realidad.
¿Quería cambiar este sistema Trump? Él es un hijo rico que consolidó su fortuna con este modelo y en su gobierno favoreció a su clase como pocos en la historia de EE UU. ¿Lo haría Biden? Tendrá un Senado empatado y una leve mayoría en la cámara baja. Pero la gran pregunta es ¿por qué iba a querer cambiar? Es hombre de este sistema y llegó a la candidatura tras correr -con artimañas del mismo cariz- a Sanders en las primarias.
En 2000, Bush ganó en la Corte tras semanas de controversia por votos dudosos en Florida. Asumió debilitado, pero a los 9 meses el atentado a las Torres Gemelas le granjeó el liderazgo. ¿Qué debería ocurrir para que EE UU recupere la imagen de pureza moral que los estadounidenses creen ver en el espejo?