En la colonia danesa de Groenlandia hubo elecciones hace dos semanas y ganó el partido Comunidad Inuit, autodefinido como socialista. Les ganó a los liberales del Siumut, que siguen los dictados de la metrópoli, el reino nórdico de Dinamarca situado 2900 kilómetros al este, en Europa. Quizás lo más importante no sea el cambio de signo del gobierno, sino que el resultado electoral puede postergar por años los planes de convertir a la isla en un emporio minero. China, Estados Unidos y Rusia se mueven al unísono, y mientras Donald Trump llegó al extremo de hacer una oferta de compra que incluyó a sus 56 mil habitantes (los inuit), Dinamarca lanzó en febrero –y por eso perdieron sus pichones del Siumut– un proyecto para hacer de la isla un gran productor de uranio y de las llamadas “tierras raras”.
Para las elecciones del 6 de abril predominó el debate medioambiental, y los inuit optaron por seguir viviendo en una tierra libre de basuras minerales. Para el Servicio Danés de Inteligencia (SDI), la “región autónoma” de Groenlandia pasó a ser un polo de seguridad prioritario, porque allí, “en el Ártico, se está desarrollando un juego de poder entre EE UU y otras potencias globales”, estimó el director del SDI, Lars Findsen. El Ártico es cada vez más navegable por el deshielo producto del cambio climático, y “eso tiene una importancia creciente para Dinamarca. Sabemos que se está desarrollando ese juego de poderes que agudiza las tensiones y tiene un impacto directo para nosotros”, explicó Findsen. Rusia llegó tarde a la pelea por las tierras raras. Compite por el petróleo.
Las tierras raras integran un conjunto de elementos químicos (17 en total) formado por el escandio, el itrio y otros 15 que componen el grupo de los lantánidos, un universo desconocido fuera de los ámbitos científicos. A pesar del nombre, las tierras no tienen nada de raro, se las ha llamado así caprichosamente, porque no se hallan en altas concentraciones en comparación con otros compuestos. Algunos de esos 17 elementos tienen propiedades electroquímicas y magnéticas. Son esenciales para la fabricación de productos de alta tecnología, turbinas eólicas o automóviles eléctricos. En otros casos se los emplea para crear barras de control en las industrias nuclear, aeroespacial y militar, fabricar imanes de alto poder y robots. En medicina, para el tratamiento de distintas formas de cáncer.
Aunque no son raras, su proceso de extracción y tratamiento es complejo y costoso. Para su obtención se necesitan procesos agresivos mediante disolventes orgánicos, o la separación magnética o a altas temperaturas. Se trata de métodos ineficientes y ambientalmente ofensivos. Algunos de los procesos emplean ácidos y las combustiones a altas temperaturas (en el orden de los 1000°) emiten dióxido de carbono, un gas de efecto invernadero. Además, las tierras raras suelen tener el torio como impureza, un elemento altamente radioactivo.
En la competencia geopolítica desatada, China lleva buena ventaja. La mayor reserva mundial de tierras raras se encuentra en Bayan Obo, al norte de su territorio, donde se concentra aproximadamente la mitad de la producción mundial. Según EE UU, el gigante asiático tiene el 36,7% de las reservas mundiales conocidas, y en 2019 produjo el 70,6% del total global, por lo que si cerrara sus exportaciones, a EE UU se le haría casi imposible cubrir sus necesidades actuales y, peor, no tener los volúmenes que a futuro requerirán sus desarrollos científico-técnicos.
La minería se expande y lo hará más si se desarrolla el proyecto anunciado, porque el enorme bloque de hielo que es Groenlandia –un territorio de superficie casi idéntica al argentino, del cual el 77% son hielos permanentes– se redujo en la última década. La producción sumada de Greenland Minerals (mixta de capitales sino-australianos) y Shenghe Resources Holding (china) permitirá que los asiáticos se lleven tierras raras con contenido de uranio radioactivo y torio, elemento que puede convertirse en combustible nuclear alternativo. Distintos estudios señalan que el proyecto a desarrollar en el sur de la isla permitiría acceder a 270 mil toneladas de uranio y 11 millones de toneladas de óxidos de tierras raras, además de rubíes, zafiros, oro, platino, zinc, plomo y molibdeno.
Desde 1953 Groenlandia es parte del reino de Dinamarca y a partir de 1979 tiene el extraño privilegio de ser una “región autónoma”. En 2008 la monarquía le transfirió al gobierno local –renovado el 6 de abril– la mayor parte de sus competencias, pero se quedó con el manejo de la economía, defensa y relaciones exteriores. Se comprometió, además, a transferirle U$S 633 millones anuales. Con el proyecto minero anunciado en febrero se cree que Dinamarca busca liberarse de ese compromiso, aduciendo que los ingresos por la minería permitirían financiar a un gobierno independiente ambicionado por las mayorías y de difícil concreción, sobre todo por la división existente entre los inuit. Un ejemplo: en la campaña electoral, y con un mismo fin, activaron 141 grupos ecologistas. «
“La isla no está en venta”, fue la tajante reacción de la primera ministra de Dinamarca, Mette Frederkisen, cuando en agosto de 2019 Donald Trump lanzó urbi et orbi la idea de comprar Groenlandia con gente y todo. Siempre diplomático, el entonces presidente lo calificó de “desplante repugnante” y canceló su visita a Copenhague prevista para diciembre de ese año. “Debe ser una broma del Día de los Inocentes hecha fuera de temporada o una muestra definitiva de que está loco”, opinó el líder de la oposición, Lokke Rasmussen.
La danza de los dólares por el «bloque de hielo»
Ni loco, ni tonto, ni caprichito de hijo único, “Groenlandia tiene un valor geoestratégico superlativo”, terció desde Pekín el Diario del Pueblo, voz oficial del PC chino. Dio exactamente en la tecla y, sin decirlo, recordó cómo a lo largo de la historia EE UU le viene echando el ojo a Groenlandia y cómo ha ido comprando, una a una, cuanta parcela con valor estratégico fue encontrando por el camino. En 1803, y por sólo U$S 15 millones le compró a Francia las tierras de Louisiana, el estado del sureste recostado sobre el golfo de México. En 1887 cerró un fantástico negocio con Rusia: por apenas 7,2 millones se quedó con Alaska. Ya en 1917 compró las indias Occidentales a Dinamarca (25 millones), a las que pasó a llamar islas Vírgenes. Y en 1946 llegó la primera oferta por Groenlandia: 100 millones, gritó Harry Truman y el gobierno de Copenhague ni siquiera le respondió.
Groenlandia siempre fue codiciada por el Pentágono. Tras fracasar la oferta de 1946 el secretario de Estado James Byrnes insistió, hasta que cinco años después, durante la segunda presidencia de Truman, Dinamarca autorizó la construcción de una base aérea en Thule, la instalación militar situada más al norte del mundo, rozando el Círculo Polar Ártico.