Después de dos décadas en las que entre chicanas de los abogados y dilaciones cómplices de los jueces, el exdictador peruano Alberto Fujimori (1990-2000) lograra que se fuera posponiendo su juzgamiento por la esterilización masiva de mujeres indígenas y campesinos de ambos sexos, el último lunes comenzó a actuar la Justicia. El programa de ligadura de trompas y vasectomía, decía el régimen, tenía el objetivo de acabar con la pobreza controlando la natalidad.
Como había dicho Arturo Jauretche en aquellos tiempos en los que los pueblos apelaban a su derecho a la rebelión, el sistema y las teorías neoliberales “decían que las libertades de Occidente estaban amenazadas por la pobreza, que la derecha ve un futuro guerrillero en cada pobre”.
Junto con Fujimori están encausados los tres ministros de Salud que lo acompañaron en su decenio de sangre y horror a cielo abierto: Eduardo Yong, Alejandro Aguinaga y Marino Costa Bauer. En su carácter de médico de cabecera del exdictador, Aguinaga visita todas las semanas la prisión en la que Fujimori cumple una condena de 25 años de prisión. En realidad, dicen, acude a recibir instrucciones. En esos encuentros habría surgido la idea de que se postulara como primero de la lista de diputados de Fuerza Popular de la región noroeste en las elecciones del próximo 11 de abril. El juicio, entonces, tendrá derivaciones políticas, pero no hay una intencionalidad política en la reapertura de la causa.
La Fiscalía, que al fin, y tras 24 años de posposiciones se decidió a actuar, denuncia a los cuatro encausados como “autores de la comisión del delito contra la vida, el cuerpo y la salud y lesiones graves seguidas de muerte en un contexto de violaciones contra los Derechos Humanos”. Les aguarda una condena que puede llegar hasta la prisión perpetua. Las víctimas son más de 350 mil mujeres indígenas y unos 25 mil hombres, indígenas y campesinos que, tras perder el derecho a procrear, “sufrieron una segunda condena, al ser excluidas en sus comunidades por haber aceptado las prácticas anticonceptivas forzadas. Muchas mujeres fueron abandonadas por sus esposos y muchos hombres son rechazados por las mujeres”, denunciaron entidades humanitarias.
En Perú no se recuerda un caso en el que la Justicia haya mostrado tanta complicidad con un acusado. La actual es la fase final de una investigación que ya lleva 24 años y fue archivada cuatro veces. En 2009, por prescripción. En 2011 fue reabierta, pero en 2014 el entonces fiscal exculpó a todos los implicados con el argumento de que “no hubo una política de esterilización forzada y, por tanto, tampoco un crimen de lesa humanidad”. En 2015 la fiscalía reabrió el caso, pero en 2016 volvió a archivarlo, después de que el fiscal actuante no encontrara la comisión de delito alguno. La causa fue reabierta en 2019, pero inmediatamente suspendida. El motivo: falta de un intérprete que dominara el quichua. La audiencia pasó a marzo de 2020, pero apareció el coronavirus. Y así se llegó hasta ahora.
En 2003, una investigación del Congreso concluyó que el plan continuó durante la gestión de Alejandro Toledo, quien gobernó el país entre 2001 y 2006. El expresidente, prófugo pero amparado por el gobierno y los me-dios académicos de Estados Unidos (dicta cátedras en la Johns Hopkins University y en Stanford), no está incluido entre los acusados. La misma investigación legislativa probó que el plan de esterilización estuvo financiado por el gobierno norteamericano y por el Fondo de Población de las Naciones Unidas. El primero aportó 360 millones de dólares a través de la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) y la ONU giró otro tanto con cargo al Fondo de Población.
La complicidad del organismo había quedado expuesta en 1996, cuando la Organización Mundial de la Salud elogió a Fujimori por la “calidad” de su programa de control de la natalidad.
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Como en Bolivia en los años ’60 del siglo pasado, los ejecutores fueron los muchachos del Cuerpo de Paz, hijos de la Alianza para el Progreso pergeñada por John Kennedy para dar sustento a la empalagosa sonrisa que mostraba hasta la campanilla, mientras sus pequeños gateaban por el Salón Oval para consumo del mundo bobo y él se abocaba a cosas mayores. A ordenar desde su trono de sumo pontífice del crimen, con un fusil como báculo y el cáliz desbordante de bourbon on the rocks, el asesinato del congolés Patrice Lumumba. A arrasar poblaciones y bosques ente-ros de Vietnam bajo los efectos del agente naranja y el napalm. A reclutar a los mercenarios que luego sucumbieron en la cubana Bahía de los Cochinos. A disponer los pertrechos para la enésima menos uno invasión de Panamá.
Sangre de Cóndor
En 1961, recién creados, los Cuerpos de Paz se estrenaron en América Latina desplegando en Bolivia a 35 de sus agentes. «Voluntarios» llamaba el gobierno de John Fitzgerald Kennedy a esos muy bien pagados y mejor forma-dos espías. Poco después, ya habían anidado en 140 países. Nada menos.
Eran la cara visible de un programa de “ayuda” económica, política y social de Estados Unidos destinado a imponer la democracia occidental y cristiana en todo el mundo.
“A lo largo de los años, –resaltan las descripciones oficiales– los voluntarios del Cuerpo de Paz se mantuvieron unidos por la pasión por el servicio y el amor a los países anfitriones”.
Ocho años después, Jorge Sanjinés reveló los resultados de una investigación que le permitió precisar los ver-daderos términos del amor y la pasión de los jóvenes “emisarios de la democracia” enviados por Kennedy al Altiplano boliviano.
Lo hizo a través de Yawar Mallku (Sangre de Cóndor), una película documental que denuncia la violencia ejercida sobre el cuerpo de las mujeres indígenas, disfrazada bajo el manto de asistencia médica pero que ocultaba, en realidad, un programa de control de la natalidad que esterilizó a miles de mujeres y provocó la muerte de centenares de ellas.
Habían llegado al país invitados por el presidente constitucional, y entreguista, Víctor Paz Estenssoro. Debieron irse en 1971, de un día para el otro, expulsados por el general golpista y nacionalista Juan José Torres.