Los israelíes volverán a las urnas el 1 de noviembre, la quinta vez en tres años y medio, ya que ningún bloque logra alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. El jueves pasado, el ahora ex primer ministro Naftali Bennett disolvió el Parlamento tras el desmembramiento del Ejecutivo, cedió el puesto al canciller Yair Lapid y se bajó de la próxima elección. La jugada tiene su lógica: Lapid es el líder de la bancada más numerosa de la coalición y llega en mejores condiciones para competir contra Benjamin Netanyahu.
A Netanyahu, el hombre que más tiempo gobernó el país, le incomoda ser el jefe de la oposición y aspira a moldear una alianza con los partidos ortodoxos y la extrema derecha capaz de devolverlo al lugar donde se toman las decisiones. El ex primer ministro se dedicó a desgastar al breve gobierno de Bennett, cuyo mayor éxito consistió en desbancarlo después de 12 años ininterrumpidos al frente de Israel. Pero el “gobierno del cambio” era una coalición frágil en un país convulsionado. Y Netanyahu supo aprovechar la debilidad.
Bennett condujo un Ejecutivo que incluía a la derecha xenófoba, los liberales de Lapid, el laborismo, la izquierda pacifista y el partido árabe islámico Raam. Una apuesta improbable en medio del auge de los grupos nacionalistas judíos, la expansión de las colonias en la Cisjordania ocupada, los estallidos de violencia en las llamadas ciudades mixtas de Israel –con población palestina y judía–, la represión a los fieles musulmanes en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén durante el ramadán, el bombardeo a objetivos de Hamás en Gaza y el avance contra las manifestaciones palestinas. Muchos frentes para demasiadas diferencias.
El gobierno se mantuvo poco más de 12 meses. Los consensos eran mínimos y Netanyahu tentó a diputados disconformes para debilitar a la coalición. Otros desertaron por cuenta propia. Así, Bennett fue perdiendo algunos de los 61 legisladores que garantizan la gobernabilidad. El Parlamento tiene 120. La coalición entraba en funciones con los días contados: Netanyahu tampoco pudo desempatar el juego y construir una mayoría alternativa. Es la misión de Lapid.
“La situación ya no es un problema político circunstancial, sino que el sistema está trabado y se ha vuelto personalista. Un bloque está a favor de Netanyahu y otro en contra. Las encuestas dan 60 a 60”, señala Mario Sznajder, doctor en Ciencia Política y profesor emérito de la Universidad Hebrea de Jerusalén. “El sistema genera mucha división y fraccionamiento partidario y es difícil que haya una fuerza mayoritaria. A partir de los ’70, los partidos grandes empezaron a decrecer y formar coaliciones se hace más difícil. El Parlamento está lleno de partidos chicos y no van a apoyar una reforma del sistema”, continúa.
Además, el autor del libro Historia mínima de Israel advierte sobre la polarización –Bennett llegó a recibir amenazas de muerte– y “la violencia creciente de los colonos”. “Aquí ya hubo un asesinato de un primer ministro y el autor vino de esos círculos”, dice en referencia al líder laborista Isaac Rabin. “Una gran parte de la sociedad israelí judía no ve a los árabes como ciudadanos iguales. Gran parte de la población árabe se siente discriminada. La tensión existe y está a todo nivel”, explica.
Lapid buscará reeditar la coalición anti Netanyahu, y eso incluye a Raam. “Haberlo integrado en la coalición es un avance democrático, no solo porque el 20% de la población es árabe, sino porque hubo ultraortodoxos en el gobierno, no menos antisionistas que los árabes”, apunta. Sin embargo, primero deberá conseguir más diputados que Netanyahu para que el presidente Isaac Herzog le encargue formar gobierno. Una batalla de carisma entre el ex primer ministro, cuyas causas por corrupción apenas impactan en el electorado, y el primer ministro en funciones, que antes de saltar a la política se hizo conocido como conductor de televisión.
Con todo, Lapid usará el cargo de primer ministro como una vidriera para venderse a los votantes, luego de su paso por el Ministerio de Exteriores. En dos semanas recibirá a Joe Biden, a quien le mostrará los avances en el vínculo con Bahréin, Emiratos Árabes y Marruecos, con los que creó el Foro de Néguev, un legado de la normalización de relaciones promovida por Trump y Netanyahu. Como canciller, Lapid también mejoró la relación bilateral con Turquía y dejó encaminada la resolución de una disputa marítima con Líbano, enemigo histórico de Israel. Pero la alianza con los países del Golfo Pérsico es su política más preciada. “Es una articulación de intereses económicos y de seguridad. Estos países tienen como enemigo común a Irán y para los países del Golfo es clave acceder al armamento israelí para oponerse en un plano disuasivo”, sostiene Ignacio Rullansky, del Instituto de Relaciones Internacionales de la UNLP.
“Todo lo que sea cooperar con la gobernanza capitaneada por EE UU les supone a estos países otro tipo de reconocimiento y apoyo económico. La enemistad común con Irán los une. El relanzamiento del acuerdo nuclear es visto como una posibilidad de que Irán se convierta en una potencia atómica”, afirma el doctor en Ciencias Sociales. El Foro del Néguev discute varias cuestiones, desde la seguridad regional hasta el turismo, pero el conflicto palestino-israelí solo es mencionado de modo simbólico.
“El tema palestino no es una condición indispensable para seguir construyendo una alianza con Israel. El proceso de negociaciones de paz está estancando por una falta de vocación y liderazgo en ambos lados. El desgaste del proceso de Oslo y la derechización de la agenda política israelí vis-a-vis la fragmentación y la desconfianza mutua entre los palestinos han evitado que las dirigencias se planteen alcanzar una solución”, considera Rullansky. Sugiere, como alternativas, “una opción confederada, un nuevo país sobre la base de la plurinacionalidad, o un Estado binacional”. «