El 1 de enero se cumplió un cuarto de siglo desde que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) irrumpiera en la vida política de México. Ese día, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) cumplió un mes al frente del primer gobierno progresista surgido tras la revolución (1910-1917). Lo que parecía planificado para un festejo, o quizás un oportuno acto de autocrítica ante ese faro que, como una simple vela, se viene apagando lentamente, terminó en un rosario de insultos y gestos despectivos dirigido al flamante presidente y al 80% de los mexicanos que, dicen las encuestas, hoy lo apoyan. Quien elaboró las diatribas fue el subcomandante Moisés, heredero desde 2014 del subcomandante Marcos en la jefatura insurgente (ver aparte).
«Loco», «apestoso», «mentiroso» fueron los adjetivos menos duros dirigidos contra AMLO. A los votantes les tocó la calificación de «tropa de débiles mentales». Al comentar el pedido presidencial para que la Madre Tierra bendijera el proyecto del llamado Tren Maya, Moisés le dirigió al presidente uno de los peores insultos de uso en el argot mexicano: «Si la Madre Tierra hablara, te diría ‘chinga a tu madre'». Para los 30 millones de votantes de AMLO la frase seleccionada no fue menos dura: «Da rabia, el pueblo se deja. Para qué sirve estudiar, saber historia, si esos 30 millones no pueden ver la realidad. Se creen todas las mentiras porque son retrasados mentales, están descerebrados».
En su discurso, en el que reconoció el creciente aislamiento del EZLN, Moisés dijo que su «odio» estaba motivado por el rechazo a los tres proyectos clave de la propuesta lanzada por el presidente para el desarrollo del sudeste mexicano, la tierra zapatista de Chiapas a la que Carlos Fuentes definió como «una lanza de fuego en una corona de humo». Moisés se refería a la construcción de un ferrocarril que uniría el Atlántico con el Pacífico, cruzando el istmo de Tehuantepec; al Tren Maya –definido como «un ferrocarril moderno, turístico y cultural con el que buscamos comunicar los mayores centros arqueológicos de la cultura ancestral»– y, por último, a la reforestación de 500 mil hectáreas.
Después de haber sido una voz referencial del México sufriente en aquellos primeros años en la Selva Lacandona, Moisés cerró la celebración del cuarto de siglo admitiendo, en un patético tono de derrota, que «estamos solos como hace 25 años». Apenas pasaron unos minutos y las redes sociales se llenaron de mensajes de furia en los que el rechazo se volvió odio. Hasta se multiplicaron los llamados a «aniquilar» a la cúpula zapatista, visualizada en los subcomandantes Marcos y Moisés.
México, y así lo repitieron mil veces los principales columnistas del diario La Jornada, sabía que el EZLN no respaldaría en nada al gobierno del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA). Pero el país sí esperaba –y eso era clave para evitar cualquier desviación de un gobierno que el propio López Obrador admite que no es ni revolucionario ni de izquierda, y que nace jaqueado por Estados Unidos y la derecha neoliberal– que la insurgencia expresara una visión crítica permanente para que el debate que así podría abrirse evitara cualquier retroceso y hasta permitiera afinar la puntería.
Un amplio espectro de organizaciones impulsoras del cambio dice que respaldan a AMLO y lo votaron para deshacerse de los viejos partidos corroídos por la corrupción. Para eso esperaban el acompañamiento del EZLN. José Luis Hernández Ayala, un referente sindical honesto en un país en el que sindicalismo y venalidad van de la mano, les recordó a los zapatistas que «ya sabemos que este gobierno no será ni de izquierda ni progresista, pero no es ‘lo mismo’, como ustedes dicen. Impulsa la recuperación de la soberanía energética, el derecho al aborto seguro, la ampliación de los derechos de género y el matrimonio homosexual, así como la legalización de la marihuana y el derecho a una muerte asistida». Son señales, dijo, que hay que atender y no repetir como tontos que todos son lo mismo.
Viejos enconos
López Obrador y los zapatistas nunca se quisieron. El mutuo rechazo se mantuvo callado hasta 2006, cuando bastaba un apoyo crítico del EZLN para que AMLO desbancara del poder a la «mafia neoliberal». Los zapatistas tenían un gran capital político. Un simple gesto habría servido para evitar que Felipe Calderón –un payaso de derecha que se disfrazó de militar para declarar la guerra al narcotráfico, esa que ya costó 270 mil muertos y 37 mil desaparecidos– derrotara al candidato del progresismo. No lo hicieron. Allí nació entre los votantes de AMLO la idea de que el EZLN y su líder de entonces, el subcomandante Marcos –el filósofo de pasamontañas que subyugó a la intelectualidad occidental–, eran una creación de la derecha. Acuñando un discurso luego viralizado en América Latina, Marcos dijo que AMLO y Calderón eran «lo mismo», el mismo perro con diferente collar. Luego, al ver cómo había aislado al EZLN, encontró una explicación que sólo sirvió para irritar aun más a los mexicanos que hoy celebran la caída de la mafia: «Lo que pasa es que ya no estamos de moda».