“Nuestras tropas luchan por otras ideas”, decía el jacobino francés Saint-Just en 1793, “por eso lo hacen de manera distinta a los ejércitos de los reyes”. Era hacer una virtud de una necesidad, ya que gran parte de la oficialidad del Antiguo Régimen prefirió combatir contra la Nación propia antes que perder sus privilegios. La modernidad llegaba a los campos de batalla.
Fue el inicio de la teoría del pueblo en armas. Los soldados profesionales de las monarquías europeas, coaligadas contra la Revolución, no entendieron qué significaban esas masas de ciudadanos armados, encuadrados por oficiales canosos -elegidos por la tropa- conducidos por generales veinteañeros -elevados por mérito y no por genealogía. Lo sabe el teniente Bonaparte. El Ministro francés de la Guerra, Lazare Carnot, era un matemático sin formación militar.
La tecnología militar de la época permitía tales estrategias. En la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865), los Generales Grant y Sherman inauguraron lo que sería llamado “guerra total”. Consiste en anular la voluntad bélica del adversario pasa también por la destrucción de la infraestructura económica. La “ciencia” avanzó.
Todo vale. Quema de ciudades, como Atlanta; sabotaje de ferrocarriles; saqueo de las mansiones de los terratenientes. “La guerra es tan horrible”, decía Sherman, “que hay que terminarla rápido”. El Sur estaba perdido desde el principio, pues una sociedad agroexportadora (algodón) le gana jamás una sociedad industrial (acero).
La Primera Guerra mundial (1914-1918) fue librada con premisas napoleónicas, asaltos de infantería cuando ya existían ametralladoras y cañones pesados. La teoría no rindió cuenta de los acontecimientos. Después de 14 millones de muertos, el Mariscal Foch estableció que “la artillería conquista, la infantería ocupa”.
La Segunda Guerra mundial (1939-1945) introdujo la velocidad a través de los tanques y la coordinación con la aviación. Primero los alemanes, luego los aliados, utilizaron esa configuración que va de Rommel a Patton y Leclerc, de Von Manstein a Joukhov y Rokossovski.
Están las estrategias de las guerras de liberación del tercer mundo. La India echó a los británicos con la demostración que la fuerza bruta poco vale frente a la política, si conducen Gandhi y Nehru. En China, Mao transformó una debacle –la larga marcha- en la victoria de 1949. También están Cuba, Angola, y Vietnam. Por cierto, el general Giap, vencedor de dos imperios (en 1954 y en 1975), era profesor de historia.
Después, el neoliberalismo ha impuesto su visión de la guerra. Es el “shock and awe” (awe es pavor), que implica bombardeos masivos –esta vez con misiles de alta tecnología, bombas de grafito y demás- de cuarteles, industrias y ciudades. Vimos esa posmodernidad de Belgrado a Bagdad. Luego la infantería ocupa, diría Foch. El resto son “daños colaterales”. 650.000 en Irak según The Lancet. A cada cultura su guerra. Los hutus masacraron un millón de tutsis en África central a lanza y machete en 1994.
¿A cada guerra una cultura? Al interpretar el conflicto en Ucrania según la doctrina occidental, la táctica militar rusa y la estrategia política de India o China quedan en términos de “buenos” o “malos”. No rinden cuenta de los acontecimientos en el terreno, donde sólo existen vencedores y derrotados. Es peligroso pensar la guerra –o ir a ella- en la ignorancia de las culturas, pues significa adoptar una teoría equivocada. Es premisa de derrotas.