Las esquirlas tuiteras de Trump saltan por doquier, pero su impacto en China es mayor, con posibles ecos globales, por el peso de la víctima.
Es cierto: lo de Trump es fogueo con tinte nacionalista sin, hasta hoy, ataques directos ni en un solo lado, a diferencia de los exgobiernos demócratas, que devastaron países enteros. Pero igual –también por el peso, en este caso, del agresor– es capaz de alterar el tablero mundial.
Hace un año comenzó el chisporroteo cuando EE UU subió aranceles a exportaciones chinas. Argumentó que el déficit comercial era intolerable (US$ 375 mil millones en 2015, su récord) y debía reducirse. En el primer trimestre de este año algo logró: el rojo bajó 14% respecto del mismo lapso de 2018. Ahora Trump, tras varias negociaciones bilaterales que incluyeron contactos directos entre él y el líder Xi Jinping, el último en Buenos Aires durante el G-20, retomó la ofensiva. El magnate fanfarrón tuiteó el lunes que China incumplía lo pactado y que este viernes elevaría sus tarifas a China por US$ 200 mil millones. Como pasó en anteriores rondas del juego, de inmediato China anunció represalias. Y como cada vez también, EE UU trata de golpear en sectores clave de la producción y la tecnología chinas y el país asiático, en economías regionales que son base electoral de Trump.
Las negociaciones Washington-Beijing seguirán. De hecho así fue el viernes mismo en la capital de EE UU con cierto optimismo. El negociador chino fue el poderoso vicepremier Liu He, quien con templanza típica china dijo que no tenían miedo a nadie, que habrá nuevos contactos en Beijing y que la cooperación es el camino para el bien de todos.
Se dijo ya que no se trata apenas de una «guerra comercial», que una parte significativa del comercio chino con EE UU lo generan multinacionales, muchas de ellas estadounidenses instaladas en China, y que hoy la exportación no es la clave del crecimiento chino, sino el consumo desatado por el auge de su clase media. Y que en verdad hay, de fondo, una disputa de modelos que quiere llevar adelante EE UU, en especial un intento de ahogo al avance chino en los sectores tecnológicos de punta, notablemente los aplicados a inteligencia artificial, biotecnología e informáticas para comunicación, como es obvio en el caso Huawei y la tecnología 5g.
Hay un video muy ilustrativo de menos de dos minutos que muestra cómo el PBI chino fue batiendo uno a uno a los de las demás potencias en estos años y, tras superar a Japón hace casi una década, se puso a tiro de Tío Sam, que sigue al tope y, además, lidera también, por lejos, el frente militar. A China le falta un recorrido, pero todos los pronósticos la ubican arriba del podio económico en alguna hora no muy lejana. Eso es lo que EE UU quiere demorar tanto como pueda. Eso y, generándole esfuerzos gigantescos a China, ahogar su creciente influencia en temas mundiales, cuando hasta hace no demasiado los norteamericanos soñaban con un poder unipolar y absoluto y los chinos no habían salido del estado «disimulo» sugerido por Deng Xiaoping en los años ’80. Con Xi ya es inocultable la magnitud de la pelea en ciernes.
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Mientras tanto, EE UU deberá procesar, no sin disputa interna sobre el qué hacer, su pérdida de peso relativo en la economía (y la política) mundiales. Y China, a su vez, deberá ir espantando temores que provoca su peso relativo y tratando de imponer su idea de «beneficios compartidos» en la globalización. Ello, intentando hacer que su mayor proyecto externo, La Franja y la Ruta, apunte no sólo al comercio y obras de infraestructura, sino a garantizar seguridad en su vecindario y a proveerse y exportar por las vías que abrirá en su frente occidental y por el Océano Índico, ya no tanto por el Pacífico, donde abunda la Armada de EE UU, frente a la cual lucen aún escasos –sin contar la ayuda militar que podría brindar Rusia– los tres portaaviones chinos y un cuarto a punto de salir del horno. «