Fue, sin dudas la peor semana de Donald Trump en el gobierno. La que expuso con más rigor eso que ya es usual calificar como «golpe suave». Como esos que las agencias estadounidenses saben hacer en el resto del mundo, pero enfocado hacia las propias entrañas de la Casa Blanca. Claro que no es ajena a esta andanada la cercanía de las elecciones de medio término, que el 6 de noviembre puede modificar la composición del Congreso para, ahí si, impulsar la destitución por alguna de las vías institucionales previstas por las leyes.
La «forma limpia» sería forzarlo a una renuncia, como sucedió en 1974 con Richard Nixon, envuelto en el escándalo de Watergate. Bill Clinton fue sometido a un impeachment por ciertos deslices amorosos con una pasante, pero zafó porque no se lograron los votos de los dos tercios del Senado. Nadie se anima a hablar de la tercera vía para sacarlo del gobierno, en un país en el que tres presidentes fueron asesinados, el último hace 55 años.
El gobierno de Trump se puso de enemigos a la prensa y al llamado Estado Profundo desde que asumió, el 20 de enero de 2016. Pero a medida que se acerca la renovación legislativa arrecian los ataques contra una gestión que el establishment considera errática y peligrosa.
En estos días se presenta un libro explosivo de Bob Woodward, uno de los que investigó el caso Wategate en 1972. Prestigioso periodista ligado al Washington Post –que publicó un adelanto el martes– cada una de sus investigaciones suelen estar sustentadas en documentación y fuentes indiscutibles, al punto que en los ’80 puso en jaque a Ronald Reagan por el escándalo Irán-Contras. Justo el 11 de septiembre, en el aniversario de los ataques a las Torres Gemelas, sale a la venta Fear: (Miedo) Trump en la Casa Blanca. Allí cuenta detalles de cómo se maneja el mandatario republicano en el día a día y lo ejemplifica contando que altos funcionarios retiraron un documento a la firma por el que eliminaba un acuerdo comercial de décadas con Corea del Sur, el aliado estadounidense en esa región desde la Guerra Fría.
El New York Times publicó luego una nota de opinión, sin firma –a contramano de todos los códigos éticos y sus propias reglas de trasparencia, aunque las autoridades del diario aseguran conocer la identidad del autor–, de un supuesto integrante del staff presidencial, que agrega más detalles del funcionamiento del gobierno. Llega a decir que hay todo un equipo que trata de enmendar los arranques impulsivos del presidente para evitarle males mayores a Estados Unidos. «Soy parte de la resistencia en la Administración Trump», se titula el artículo, que causó revuelo en Trump y sus íntimos.
En primer lugar porque lo muestra poco afecto a comprender la política internacional y falto de moral. Pero sobre todo porque el redactor, que aclara que no es de izquierda, desliza que «hay rumores de dentro del Gabinete de invocar le Enmienda 25» para revocar su mandato.
Esa enmienda fue establecida en 1965 a raíz del asesinato de John Kennedy. De acuerdo a la ley de acefalía vigente hasta entonces, cuando toma el cargo Lyndon Johnson, el vicepresidente, quedaba en las brumas el mecanismo de su reemplazo en el Senado. Fue así que se detallan los pasos para cubrir ese bache, pero de paso, para quitarse de encima presidentes que incomoden al establishment. Son cuatro condiciones pero una es la que preocupa a Trump: es la que establece el modo por el cual el vicepresidente y la mayoría de sus secretarios pueden declarar al presidente «incapaz para desempeñar sus funciones» y exigir el recambio.
Lo primero que hizo el mandatario fue criticar la falta de ética del diario y luego demandó una investigación para que revelen quién es el autor de la nota, al que no dudó en calificar de traidor. Al mismo tiempo, fustigó a Woodward y repitió su mensaje de que los grandes medios sólo lo critican por medio de mentiras.
Uno que salió en su ayuda fue Paul Craig Roberts, secretario del Tesoro durante el gobierno de Reagan y un liberal convencido. Roberts, que también es editor asociado en el Wall Street Journal, sostiene que no hay ningún funcionario detrás de la columna, sino el mismo periódico, que intenta crear desconfianza en el equipo de Trump y de este contra sus colaboradores. Pero agrega algunos indicios que muestran el trasfondo del ataque.
El artículo dice textualmente que «en público y en privado, el presidente Trump exhibe una preferencia por los autócratas y dictadores, como el presidente ruso, Vladimir Putin, y el líder norcoreano Kim Jong-un, y muestra poco aprecio por los lazos que nos unen con naciones aliadas que tienen una forma similar de pensamiento». Y cuestiona su renuencia a expulsar espías rusos tras el incidente con el Novichok en Gran Bretaña.
Dice Roberts: «El supuesto ‘alto funcionario’ tergiversa, como lo hace el New York Times, los esfuerzos del presidente Trump por reducir tensiones peligrosas con Corea del Norte y Rusia», y agrega: «¿Por qué resolver las tensiones peligrosas es una ‘preferencia por los dictadores’ y no una preferencia por la paz?». A lo que suma el detalle de que Vladimir Putin fue reelegido tres veces «por mayorías que ningún presidente de EE UU tuvo jamás». Su conclusión es que buscan demoler a Trump por intereses ligados al complejo militar, que mucho tiene que perder si las relaciones internacionales entran en una etapa dialoguista con las otras potencias.
Para colmar el vaso, el cineasta Michael Moore presentó en el Festival de Toronto su nuevo documental, Farenheit 11/9, una suerte de anverso del 11S con fuertes críticas a la dirigencia política estadounidense a la que responsabiliza por el ascenso de Trump al poder. También plantea la forma de evitar un camino irreversible hacia «el despotismo y la tiranía» en noviembre.
La frutilla que corona el postre fue el discurso del viernes del expresidente Barack Obama, que decidió volver al ruedo para sumarse al coro anti Trump y reclamarle al partido republicano que hagan algo para quitarse del medio a este inquilino de la Casa Blanca que «está socavando nuestras alianzas, acercándose a Rusia».