La cosa entró en el terreno del ridículo en el recién inaugurado año pasado, cuando el por entonces ya inepto, o casi, Joe Biden se puso a jugar a la guerra y dispuso salir a misilazo limpio contra unos preciosos y coloridos globos de uso deportivo que se habían colado sin permiso y por error en los cielos abiertos norteamericanos, y sus asesores imaginaron que se trataba mucho más que de una picardía china. Espías, dijeron en el Pentágono y la Casa Blanca. Pasó en febrero de 2023. En marzo ya se habían apagado las alarmas y la inteligencia, con la CIA en punta, se guardó a silencio. Hoy, 22 meses después, y porque algunos impertinentes insistieron en saber, se confirmó que todo fue una farsa.

Ocupado como está en insultar y descalificar a la demócrata Kamala Harris por los delitos de ser negra, ser mujer y aspirar a ser la futura presidenta de Estados Unidos, al republicano Donald Trump se le pasó por alto lo dicho por el jefe del Pentágono, Lloyd Austin, en cuanto a que el jueguito de los globos sólo se trató de un golpe de histeria que llevó al hazmerreír al gobierno del país más poderoso del orbe, dueño de todas las guerras y de todas las vidas. En febrero de 2023 fue la última vez que con entusiasmo bajo cero, es cierto, Trump había insinuado un mínimo elogio –“por el coraje mostrado”, dijo– a quien ya, a tono con el lenguaje del insulto rápido y barato, calificaba como un débil mental.

En realidad, el republicano había quedado tan pegado como Biden en ese acto de exaltación  de la estupidez humana, y a pocos días de la elección del martes 5, más vale cerrar la boca. Tanto Biden como Trump se esforzaron, al igual que hoy, en presentar a China como copartícipe (junto con Estados Unidos) de una próxima guerra. ¿Cuál? Dios dirá, pero en tal hipótesis cuajaba perfectamente la idea de que los bonitos globos derribados frente a la costa atlántica de Carolina del Sur, o sobre el lago Hurón (uno de los cinco grandes de la región central), o sobre Yukon (un territorio del extremo noroeste de Canadá) eran una belicosa señal que atravesó los mares y las tierras en un largo viaje iniciado en Pekín,

La parodia alcanzó tonos inimaginables y repercutió a nivel global. Antes de iniciar las acciones militares contra los globitos invasores, el aparato de defensa de Estados Unidos fue puesto en estado de emergencia. La Administración Federal de Aviación ordenó el cierre temporario de las operaciones civiles en los aeropuertos de Wilmington (Delaware), Asheville (Carolina del Norte) y Myrtle Beach y Charleston (ambos en Carolina del Sur). El Pentágono alertó al Congreso, señalando que “la cadena de sucesos de este tipo no tiene precedentes en tiempos de paz”. En ese contexto, China cerró su espacio aéreo en tres lapsos de dos horas sobre la provincia de Hebei, que envuelve íntegramente a Beijing, y Rusia puso en alerta a sus diplomáticos asignados a los países del hemisferio norte.

Con todo dispuesto, sólo faltaban los elogios por la rápida reacción de un presidente para el que desde todos los frentes de la vida política pedían un test urgente sobre su salud mental, y luego pasar a la acción. El jefe del Pentágono, Lloyd Austin, cumplió con la parte patriotera de la consigna. “La acción de hoy –dijo, y hasta Trump calló– demuestra que el presidente Biden y su equipo de seguridad nacional siempre darán prioridad a la dignidad del pueblo estadounidense y responderán eficazmente a la inaceptable violación de nuestra soberanía por parte de la República Popular China”. Se refería a las órdenes recién dadas y efectivamente cumplidas tras la eficaz movilización de las fuerzas del Pentágono.

El pícaro globito derribado sobre Canadá movilizó a cientos de efectivos de las distintas armas. Equipado con una batería de misiles AIM-9X Sidewinder, un cazabombardero F-22 Raptor partió de una de las bases aéreas de Virginia. A la vez, una escuadrilla de F-15 Eagles despegó de la Base Nacional de Barnes, en Massachusetts, para oficiar como escolta y entrar en acción si se  lo requería. La Armada desplegó en el estrecho de Bering a los destructores Philippini Sea, Oscar Austin y Carter Hall, más un barco de desembarco, mientras fuerzas terrestres de Canadá rastrillaban las áreas supuestamente sobrevoladas por el globo enemigo. Desde el edificio del Pentágono se monitoreó el operativo a través de la red nacional de radares fijos y móviles, aéreos, terrestres, marinos y satelitales.

La patria se lo merece todo, de ahí que ni Trump –al inicio de una larga campaña electoral y hoy en los albores de la votación– se haya mofado del rosario de torpezas de Biden y su gente. Y eso que la caza de los globos costó buena plata. Apenas una miguita de lo que cada día insumen las matanzas del este europeo y Medio Oriente, pero innecesaria, porque uno solo de los tres globos era chino salido de su ruta y el gobierno de Pekín había sido el primero en advertirlo. El globito derribado por el F-22 Raptor sólo vale 12 dólares y es un divertimento para aficionados que se consigue en cualquier lado. La hora de vuelo del avión estrella del  Pentágono insume 85.325 dólares y un misil cuesta 380.000 dólares. En total, para derribar una cosita de 12 dólares Estados Unidos gastó medio millón.

Hasta que logró dejar el tema en el olvido, el gobierno fue desactivando gradualmente los niveles de histeria. Pero un ignoto movilero camboyano volvió a ponerlo en la mira en el marco del Foro de Defensa Shangri-La, cuando acorraló al jefe del Pentágono y Austin terminó por asumir que, palabras más palabras menos, el cuento de los globos chinos fue una parodia. Tras eso, Ron Meadows, director de Scientific Balloon Solutions, una empresa que fabrica  globos de uso educativo, dijo que los peligrosos artefactos abatidos salieron de sus talleres y que se lo había dicho al Pentágono y a la Casa Blanca en febrero 2023. “No nos oyeron ni a nosotros ni a los dueños del globo”. Hablaba de Northern Illinois Bottle-cap Balloon Brigade, un nombre a medida de la farsa: Brigada de Globos Tapita de Botella.