Aspirar a obtener resultados diferentes repitiendo la misma estrategia es, simplemente, imposible.
Sin embargo, eso es lo que esperan las y los políticos que repiten la letanía bélica de una guerra contra las drogas que, cinco décadas después, no tiene ni un solo resultado positivo.
Las pruebas de este fracaso son evidentes. Las muestra cada año la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) en su Informe Mundial de Drogas que desglosa el panorama del mercado global de las sustancias prohibidas a fuerza de prejuicios y estigmatizaciones moralizantes, no con base en la evidencia.
El documento, que calcula la producción, consumo, precios, incautaciones y políticas aplicadas en todo el mundo, tiene limitaciones de origen, ya que analiza un negocio del que, debido a su ilegalidad, es imposible tener precisiones.
Pero su principal problema no es ese. Año con año, las cifras confirman que no hay ningún logro. Desde que Richard Nixon declaró en 1973 esta guerra y la impuso al resto del mundo, hay más sustancias y más potentes; más organizaciones criminales, más producción, más consumo, más tráfico, más violencia y, sobre todo, más víctimas. Lo saben bien los cientos de miles de muertos, desaparecidos y desplazados en México y Colombia, los campesinos con sus campos devastados por la erradicación forzosa, los presos que desbordan las cárceles latinoamericanas y que cumplen penas desproporcionadas por delitos menores como posesión para consumo personal o traslado de sustancias.
El informe 2022, que acaba de ser presentado, advierte que en 2020 unas 284 millones de personas de entre 15 y 64 años consumieron drogas en todo el mundo. Es un aumento del 26% respecto a la década anterior.
Además hay una producción sin precedentes de cocaína. Tan solo entre 2019 y 2020 creció en un 11 por ciento. El opio no se queda atrás: se incrementó en un 7,0%, y eso, a pesar de que la superficie de cultivo de amapola se redujo en un 16%. A escala global, 11,2 millones de personas se inyectaron drogas, lo que trae como resultado que la mitad de ellas se haya contagiado de hepatitis C o VIH. O ambos.
A ello se suma que el narcotráfico se está expandiendo en África y en Asia, aunque América del Norte y Europa siguen siendo los principales mercados de consumo.
Un caso claro es el de las metanfetaminas. Entre 2010 y 2020, el número de países que denunciaron incautaciones de esta droga pasó de 84 a 117. Y los decomisos, lo sabemos bien, son apenas indicadores de la penetración que tiene el narco. Representa el crimen trasnacional más exitoso.
A pesar de la contundencia de los datos, la mayoría de los gobiernos se resiste a modificar de manera radical las políticas de drogas. Les da miedo. Saben que los prejuicios son grandes porque han sido alimentados durante más de un siglo. Entonces no tienen mejor idea que mantener la prohibición del consumo, la militarización del combate en los países productores y la criminalización de los usuarios.
Es como si pensaran: “Está todo cada vez peor, no conseguimos ningún cambio favorable, pero sigamos haciendo lo mismo: informemos de capturas de narcos y de decomisos de sustancias, hagamos show, llenemos las cárceles de personas pobres que cometieron delitos menores vinculados al narcotráfico, aunque nada de ello resuelva el problema”.
Y así seguimos.