Europa representa en el imaginario de millones de personas ese mundo platónico en el que todos son felices para siempre. Más modestamente, otros solo ven en esa península del otro lado de los Urales la esperanza de huir de la miseria, la violencia y la falta de expectativas. Unos quizás puedan integrarse de mejor manera, como esos argentinos que hurgan en árboles genealógicos para encontrar algún pariente lejano que les permita acceder a la nacionalidad de algún país de la Unión Europea. Otros, se juegan la vida cruzando el Mediterráneo.
Desde la disolución de la Unión Soviética, la UE también se fue extendiendo hacia el este. Así se fueron agregando socios hasta los actuales 27 miembros, con Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Rumania, Bulgaria, República Checa, Eslovaquia, Hungría, que venían del bloque socialista, y menos Gran Bretaña, que se alejó oficialmente con el Brexit.
Hay países en la sala de espera, como Macedonia del Norte, Serbia, Montenegro y Albania. Tras la invasión rusa, primero Ucrania y luego Moldavia y Georgia pidieron ingresar, algo que se descuenta como muy improbable.
Turquía, miembro de la OTAN, aguarda alguna respuesta de la UE desde 2004. Cierto que está el tema de Chipre, cuya mitad está ocupada desde 1974 por tropas turcas, pero en Ankara están convencidos de que “en Europa no quieren a 85 millones de musulmanes”.
Los rusos, antes de que existiera la UE, soñaron con pertenecer a Europa y siempre fueron mirados con sorna y por arriba de los hombros. Así lo sienten, al decir de Vladislav Surkov, un empresario que figuró como asesor de Vladimir Putin hasta hace dos años pero según los que creen conocer la trama del Kremlin, continúa como su principal ideólogo y consejero.
En un texto de 2014, Surkov cuenta una versión inquietante de la historia. “Durante cuatro siglos no se ha dejado piedra sin remover en la occidentalización de Rusia (…) ¿Qué no ha hecho Rusia para imitar a Holanda y Francia, para convertirse en Estados Unidos o Portugal? (…) Todas las convulsiones de Occidente y todas las ideas que nos han llegado de ahí han sido acogidas por nuestra élite con un entusiasmo fenomenal y, quizá en parte, excesivo”, escribe.
Surkov agrega que “nuestros autócratas se casaban obstinadamente con mujeres alemanas; nuestra nobleza y burocracia imperial estaban pobladas de ‘extranjeros errantes’”, y hasta aventura que cuando “Marx se puso de moda en París y Berlín, algunos en Simbirsk y Yánovka querían que ocurriera lo mismo en Rusia. Les aterrorizaba que Occidente, entonces amante del socialismo, los dejara atrás”. Esto explicaría la Revolución de 1917 como un simple devaneo y cuando Europa abrazó el capitalismo con más fervor, “los crecientes síntomas del socialismo autista tendrían que ocultarse cuidadosamente tras una cortina de hierro”.
¿Qué pasó en 1991? “Nos separamos de las repúblicas de la Unión y empezamos a separarnos de las repúblicas autónomas… Pero incluso esta Rusia, disminuida y humillada, no encontró su lugar en el gran giro hacia Occidente”, lo que explica y justifica la reincorporación de Crimea en 2014.
Coincide en esto, o adelanta, las palabras de Putin en diciembre pasado al reclamar acuerdos de seguridad a Europa, la OTAN y Estados Unidos. También para explicar la “operación militar especial” contra Ucrania del 24F.
Surkov define a Rusia como un país bastardo, “occidental-oriental” que con su territorio intercontinental y “su historia bipolar, es, como todos los mestizos, carismática, talentosa, bella y solitaria”. Un mestizo que quizás renunció a su deseo de ser Europa y decidió mirar hacia el Oriente, donde ahora se inclina la balanza del mundo. «