En un clima en el que el retiro de Afganistán sobrevoló todos los encuentros, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) intentó unir esta semana a las voluntades dispersas de sus miembros en torno a dos enemigos que consideran mortales: Rusia y China. Como era de esperar, el presidente Vladimir Putin anunció que suspenderá indefinidamente la misión en Bruselas ante la OTAN, así como la de la organización militar basada en la embajada de Bélgica en Moscú.
No es fácil recomponer la alianza nacida durante la Guerra Fría como un bloque antisoviético. La coalición que anunció hace algunas semanas el presidente Joe Biden con Australia y el Reino Unido (AUKUS) dejó muchos malheridos, entre ellos el presidente francés, Emmanuel Macron, que vio como le birlaban un contrato de más de 60 mil millones de euros para vender submarinos nucleares.
Pero hay otro tema que circula de manera subrepticia. Los países que formaron parte de la órbita soviética son, dentro de la UE, los que tienen gobiernos más conservadores y a su manera cuestionan la unidad regional. Se vio con la controversia entre Varsovia y Bruselas.
Los mandatarios ultraconservadores de Polonia y Hungría estrechan lazos dentro de una “sociedad” que cumplió 30 años hace poco, el Grupo de Visegrado, que integran además Eslovaquia y la República Checa. Se suman al llamado NB8 (Nor-Báltico 8), que suma a Dinamarca, Estonia, Finlandia, Islandia, Letonia, Lituania, Noruega y Suecia. Una ensalada complicada de sazonar.