Para los gobiernos conservadores, Venezuela es la excusa ideal para mirar la paja en el ojo ajeno y evitar cualquier escrutinio en el propio. Todo acercamiento o intento de ensayar alguna salida pacífica a la crisis en la República Bolivariana es impugnado como un pecado capital. Venezuela es en ese sentido, un parteaguas. Así, la votación del representante argentino sobre el Informe Bachelet despertó críticas enconadas desde sectores internos del oficialismo y el apoyo de macristas, un cruce de grieta previsible. Algo similar le pasó en Bruselas al canciller de la UE, Josep Borell, quien intentó sin éxito que se postergaran las legislativas del 6 de diciembre. Los mismos que batieron palmas sobre la dictadura chavista ahora no quieren elecciones porque el resultado podría terminar de demostrar el rotundo fracaso de la estrategia de bloqueo y la construcción mediática de un gobierno paralelo.
A veces conviene hilvanar datos para entender cómo funcionan algunas cosas. El mismo día que se daba la votación en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, llegaba a la Argentina la misión del Fondo Monetario Internacional. En medio de la endeble situación cambiaria y del comienzo de negociaciones por la deuda contraída por Mauricio Macri, es fácil advertir que Buenos Aires necesita la aprobación de Washington para un arreglo con el FMI.
El recientemente electo titular del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el anticastrista Mauricio Claver Carone, había reconocido que el FMI fue presionado por la administración de Donald Trump para sostener a Macri, aun cuando la apuesta era riesgosa por la inoperancia de su gestión. Argentina junto con México –aliado de la hora en contra del conservadurismo regional– trataron de evitar la elección de un representante estadounidense en el BID. Luego, se abstuvo de aprobar a Claver Carone. Argentina fue acompañada por Chile, México, Perú, Trinidad y Tobago y la UE.
El martes pasado en Ginebra se votaron dos iniciativas. Por la primera, la Oficina de la Alta Comisionada por los DD HH de la ONU –la expresidenta chilena Michelle Bachelet– y el gobierno de Nicolás Maduro aceptaron “estrechar la cooperación técnica en el campo de los Derechos Humanos”. Argentina se abstuvo mientras México y Venezuela votaron sí. Siguiendo la línea de la Casa Blanca de ir contra Caracas a como dé lugar, Brasil, Chile, Perú, Uruguay, Ucrania y las Islas Marshall rechazaron el compromiso.
La otra votación era por el llamado Informe Bachelet, sobre violaciones a los DD HH del gobierno chavista. Fue una puja muy fuerte al punto que terminó con 22 votos a favor, 22 abstenciones y tres en contra: Venezuela, Filipinas y Eritrea. Argentina votó a favor, junto con los países del Grupo de Lima, notoriamente antichavista. México se abstuvo.
Al decir de los críticos, la cancillería vernácula siguió los lineamientos del departamento de Estado y echó por tierra la tradición enmarcada en la Doctrina Drago, de 1902, por el canciller de Julio Roca, Luis María Drago, consolidada posteriormente por Carlos Calvo, que rechaza toda injerencia militar para resolver controversias. Una votación al par de la de México habría desnudado la orfandad de apoyos de la Casa Blanca.
Por cierto, quien se pregunte cómo votó EE UU: Trump ordenó retirarse del Consejo de DD HH de la ONU en 2018 porque entre los integrantes había “países que violan los Derechos Humanos, y hay allí un marcado sesgo antiisraelí en muchos de los informes sobre la situación palestina”.
El ministro de Relaciones Exteriores nacional, Felipe Solá, afirmó que Buenos Aires votó con el Grupo de Contacto y la UE, que buscan una salida democrática y rechazan el brutal bloqueo económico y una posible intervención armada capitaneada por el Pentágono. Respecto de las elecciones parlamentarias de diciembre, la Argentina acompañaría la postura de que lo mejor es postergarlas para 2021 con el fin de que el gobierno negocie con la oposición.
La estrategia estadounidense fue explicitada por el representante de Trump para la “cuestión venezolana”, Elliot Abrams, conocido desde los años ’70 por armar grupos paramilitares para derrotar a la revolución sandinista en Nicaragua. “Me preocupa –declaró en torno a las negociaciones de Borell– un pacto en que la UE diga que tal vez enviará observadores a unas elecciones si se aplazan las de diciembre. Si lo hace, se inclina claramente a asumir la observación de esas elecciones, y eso genera un peligro en el camino”.
La oposición, como hizo en 2005, busca deslegitimar elecciones que no gana y se niega a participar. Aquella vez, Hugo Chávez rechazó posponer el comicio. Ahora hay grupos, sin embargo, que aceptan el convite. Creen poder repetir el triunfo abrumador del 6 de diciembre de 2015, cuando se quedó con más del 60% de las bancas de la Asamblea Nacional.
Henrique Capriles había mostrado predisposición a asistir, pero llegó el apriete desde Washington. Juan Guaidó, presidente de la AN elegido a dedo como interino, perdería su banca si no se presenta. De hecho, la perdió en enero pasado, cuando la AN eligió a otro opositor, Luis Parra, como titular del Parlamento. En una maniobra desesperada hicieron una sesión alterna para mantener a Guaidó. Alguien a esta altura insostenible sin el apoyo de Trump, que quizás no sea reelecto el 3 de noviembre.