Nací en dictadura y en pleno toque de queda. Mi viejo, al volante, movía un pañuelo blanco mientras mi madre se agarraba la guata (panza) con ambas manos para no parir arriba del auto. Tenían miedo de que las fuerzas de seguridad confundieran las razones de su prisa y detuvieran el automóvil violentamente. Así se vivía en Chile: vida y muerte estaban interpelados por el miedo y la persecución. Hoy, 41 años después, me encuentro movilizado y esperanzado en las calles. Las fuerzas de seguridad están en ellas, como en el pasado; pero el miedo no es el mismo. Este es sin duda un momento único e irrepetible para esta delgada franja de tierra.
A diferencia de Chile, en Argentina las manifestaciones callejeras y la expresión pública del reclamo están socialmente legitimadas y son cotidianas. En mi país estas prácticas estaban adormecidas. Mientras el/la argentino/a es conocido/a por salir a la calle cuando sus derechos son tocados, el/la chileno/a es visto/a como callado y sumiso. Esta mirada la fui conociendo gracias a vivir en varios países y viajar por otros tantos, ocasiones en las que solían surgir los “pero ustedes los chilenos están bien” o, a veces de forma más sarcásticas, si “ustedes son los mejores alumnos”, con relación a nuestro seguimiento a las políticas neoliberales.
Hoy esto se rompió: la burbuja se destapó, la olla a presión –quizá la mejor de las metáforas– estalló. Mientras el ministro de Transporte no usa el metro, el de Salud se atiende en clínicas privadas y la ministra de Educación, devota pinochetista, estudió en un exclusivo colegio de monjas al igual que sus hijas, Piñera cree que estamos en guerra frente a un peligroso enemigo y la primera dama habla de una “invasión alienígena”. En La Moneda y los principales thinktank se preguntan qué pasó. Pues la gente se cansó de gobernantes elitistas.
Estamos frente a una revuelta social producto de un agobio generalizado por los continuos saqueos de esta élite y de sus amigos: sueldos miserables, pensiones indignas, educación de mala calidad, deuda universitaria vitalicia, licencias médicas por depresión, salud precaria. Estas son las condiciones de vida popular en Chile. Mientras tanto, vemos los altos sueldos de la élite política y cada vez más casos por corrupción. Juntos, estos elementos constituyen los principales reclamos de un estallido que surge como promesa a desmantelar un modelo de maltratos y privilegios que ya no resiste.
El sábado 19 y el domingo 20 de octubre salí a la calle en bicicleta. Estuve en diversos puntos importantes del centro de la capital chilena. Me encontré con consignas contra la policía y el gobierno, barricadas con fuego, mucha gente caceroleando, saqueos a supermercados, esperanza, indignación, temor y muchas actitudes de solidaridad. Me sentí parte de un colectivo y de estar viviendo un momento único, me sentí orgulloso de ser chileno. Llegué a almorzar a la casa de mi mamá y ahí el miedo me invadió. Al escuchar la radio y la televisión todo parecía robos y saqueos, no había nada más para los medios de comunicación masivos, en su enorme mayoría aliados al gobierno. Dudé, y me puse en estado de pánico. Luego salí nuevamente a la calle y vi que, aunque muy relevantes, los saqueos no eran lo único.
El lunes participé de la asamblea auto-convocada del barrio Yungay en la comuna de Santiago Centro (corazón de la Región Metropolitana de Santiago), espacio donde los participantes pusieron a disposición sus casas, saberes y experiencias, consensuando exigir a los medios y autoridades el inmediato retiro de los militares de la calle y el llamado a una Asamblea Constituyente que modifique la actual carta magna pinochetista.
Ya estamos a martes y todo cambia, aunque persiste. Los muertos se dividen entre los asesinados por fuerzas públicas y los quemados dentro de supermercados (es mucho más fácil cobrar los seguros en caso de incendio). Los medios acomodan sus discursos y se multiplican los videos donde se ve a policías y militares disparando, robando y organizando saqueos.
Ahora la necesidad es mirarnos, reunirnos y conversar. Pero nos cuesta. Los valores del individualismo están profundamente anclados. Quizá la única experiencia posdictadura sea la del gran terremoto del 2010, cuando, por necesidad, la gente abrió sus casas, hospedó a vecinos y alimentó a desconocidos. Ahora que fue el pueblo y no la tierra la que se estremeció es de esperar que estas acciones se multipliquen. Aunque difícil, tengo esperanza de que la gran experiencia de organización social de Yungay pueda replicarse en el resto del país juntando a los/as vecinos/as y generando espacios de discusión y reflexión .Estamos frente a una oportunidad única y no podemos desaprovecharla.